Hércules en el Eta.
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Hércules. — Padre de los dioses, de cuya mano cuando sale lanzado el rayo, lo sienten ambas moradas de Febo, reina ya sin preocupaciones: yo he extendido la paz por cualquier parte que Nereo impide que avancen las tierras...
Ya no tienes que tronar: yacen los reyes pérfidos, los tiranos crueles; yo he destrozado todo aquello que merecía que tú lo fulminaras. Sin embargo, ¿a mí, padre, se me sigue negando el cielo todavía...? Me he mostrado ciertamente digno de Júpiter en todas partes y mi madrastra ha dado testimonio de que tú eres mi padre. ¿Por qué, entonces, sigues tramando dilaciones? ¿Es que se me teme? ¿Es que Atlas no va a poder aguantar a Hércules, si se le coloca encima, junto con el cielo? ¿Por qué, padre, por qué me niegas las estrellas? La muerte me ha devuelto, sin duda, por ti; se han batido en retirada todos los males que engendraron la tierra, el ponto, el aire, los infiernos:
Ningún león anda errante por las ciudades arcadlas, la Estinfálide ha sido abatida; ya no existe fiera alguna del Ménalo; el dragón, tras ser matado esparció sus pedazos por el bosque de oro y la hidra dejó
su virulencia; a los rebaños famosos del Hebro, cebados con sangre de huéspedes, los destrocé y logré arrancarle despojos a la enemiga del Termodonte.
Yo he visto los destinos del pueblo silencioso y no sólo he regresado sino que el día ha visto tembloroso al negruzco Cérbero y él al sol; ningún Anteo recobra la vida en Libia; cayó ante sus propios altares Busilis; con esta sola mano han sido hechos pedazos Gerión y el horripilante toro, terror de cien pueblos. Cuanto la tierra ha engendrado en su hostilidad ha caído y ha sido derribado por mi diestra: no han podido los dioses mantener su cólera.
Si no presenta el mundo fieras, ni animosidad mi madrastra, devuélvele ya a un hijo su padre o las estrellas a un héroe esforzado. Y no pido que me muestres el camino; tú da tu asentimiento solamente, padre; yo encontraré la senda. O, si temes que la tierra conciba fieras, que se dé prisa el mal, cualquiera que sea, mientras la tierra posee y tiene a la vista a Hércules; pues ¿Quién va a hacer frente a los males o quién por las ciudades argólicas va a ser de nuevo digno del odio de Juno?
Bien asegurada he dejado mi gloria: no habrá tierra que no hable de mí. Me ha visto la raza de los fríos, la de la Osa escita y el indio sometido a Febo y el libio dominado por Cáncer. A ti, brillante Titán, te pongo por testigo: he salido a tu encuentro por doquiera tú resplandeces y tu luz no ha podido seguir a mis triunfos; yo me adelanté a los turnos del sol y el día se paró antes de la meta alcanzada por mí.
La naturaleza se echó atrás, la tierra no fue suficiente para mis andanzas: se cansó ella antes. La noche y los confines del caos vinieron corriendo a mi encuentro; he vuelto a este mundo desde donde a nadie se le permite la vuelta. He soportado las amenazas del Océano y no ha habido tempestad capaz de zarandear las naves sobre las que yo he echado mi carga... ¿Qué significa Perseo a mi lado?
El éter, vacío, no puede ya ser suficiente para el odio de tu esposa y la tierra teme concebir fieras para que yo las venza y no encuentra monstruos. Se me niegan las fieras; Hércules ha empezado ya a ser como un monstruo. Pues, ¡qué enormes males he destruido! ¡Cuántos crímenes, sin armas...! Cuantas calamidades se me han puesto delante, mis manos solas las han tirado por tierra: ni de joven he temido a las fieras, ni de recién nacido. Cuanto se me ha ordenado, ligero ha sido y no ha brillado para mí un día de ocio. ¡Oh, qué terribles monstruos he echado por tierra, sin que me lo mandara ningún rey!: me instaba mi valor que es peor que Juno... Sin embargo, ¿de qué me sirve haber liberado de temores a mi raza? No tienen paz los dioses, la tierra entera, después de purificada, está viendo en el cielo todo aquello de que sintió temor: Juno ha trasladado allí las fieras.
Da vueltas el Cangrejo, después de matado, en torno a la ardorosa zona y es considerado astro de Libia en donde hace crecer las mieses; el león transfiere a Astrea el año fugaz y él, por su parte, sacudiendo en su cuello la llameante melena, seca la humedad del Austro y se lleva las nubes.
He aquí que todo tipo de fiera ha invadido ya el cielo y se me ha anticipado: yo, el vencedor, desde la tierra contemplo mis trabajos; a esos monstruos y a esas fieras Juno les ha otorgado antes las estrellas a fin de hacerme temible el cielo. Puede que haya esparcido de ellos el firmamento y que, en su ira, haga al cielo peor que las tierras y peor que la Éstige: al Alcida se le otorgará un lugar.
Si después de las fieras, después de los combates, después del perro estigio, todavía no he merecido las estrellas, que el Peloro de Sicilia toque la costa de Hesperia; una sola tierra habrá ya; ahuyentaré de allí a los mares: si ordenas uniones, que el Istmo lance imas contra otras las olas y que, una vez unido el mar, caminen las popas áticas por una ruta nueva. Cámbiese el orbe, por valles nuevos corra el Histro y que el Tanais tome nuevos caminos. Encomiéndame, Júpiter, encomiéndame al menos la protección de los dioses: te será posible retirar el rayo de aquella parte que esté bajo mi protección.
Bien me mandes proteger el polo glacial, bien la zona ardiente, puedes dar por seguros a los dioses en esa parte. Un gran templo en Cirra y una morada celestial mereció Peán por matar al dragón: ¡Ah, cuántas Pitones han caído muertas en la Hidra un Baco y Perseo se han introducido ya entre los dioses; pero, ¿qué parte del mundo representa el Oriente que fue sometido o qué significa Gorgona entre las fieras?.
¿Qué hijo tuyo y de mi madrastra ha merecido las estrellas por sus propios méritos? Yo pido un firmamento al que yo he sostenido. Mas tú, Licas, compañero de trabajo de Hércules, lleva la noticia de los triunfos: la victoria sobre los lares de Eurito y la devastación de su reino.
(A los servidores). Vosotros llevaos cuanto antes el ganado por donde la costa, levantando en alto el templo de Júpiter Ceneo, contempla el mar de Eubea temible por el Austro.
Habla el coro:
Igual es a los dioses aquel cuya fortuna dura igual que sus días; a la muerte equivale la vida, si se arrastra con tedio entre gemidos.
Aquel que colocó bajo sus pies a los hados rapaces, así como a la barca del río postrero, no ofrecerá sus brazos prisioneros a las cadenas, ni vendrá como víctima a ennoblecer ninguna procesión triunfal no es nunca desgraciado aquel que acepta con sencillez a la muerte.
Si le falla la nave en medio de la mar, cuando el Ábrego lucha por expulsar al Bóreas o el Euro al Céfiro, dividiendo las aguas, no recoge los trozos dél malogrado barco con ansias de una costa en medio de las olas: sólo el que esté dispuesto a dar la vida podrá no ser en el naufragio víctima.
Sucia miseria y lágrimas se adueñan de nosotras y greñas sórdidas del polvo de la patria.
No nos han sepultado ni las llamas voraces ni los derrumbamientos, al que es feliz lo sigues, muerte, y al desgraciado lo rehuyes. En pie seguimos, ¡ay!, ya el solar no será para los muros sino para las selvas; los templos en ruinas serán sórdidas chozas; ahora el dólope helado traerá sus ganados por donde aún es tibia en las ruinas la ceniza que queda del desastre de Ecalia.
En lo que fue ciudad un pastor de Tesalia, al ritmo de una tosca flauta, cantará en tristes cantos nuestra suerte y, en cuanto que dios haga pasar algunos siglos, no se sabrá cuál fue el solar de nuestra patria.
He habitado feliz parajes nada estériles y tierras nada pobres del suelo de Tesalia: Traquis soy llevada, a abruptos roquedales y erizada maleza, sobre unas cumbres secas: un bosque poco grato para el ganado que vaga por los montes.
Y, si, en la esclavitud, a algunas les espera mejor suerte, se verán en la zona que surca el veloz Inaco o habitarán los muros de la ciudad de Dirce por donde fluye lánguido el ismeo con su escaso caudal. Aquí se había casado la madre del soberbio Hércules.
¿Qué peñasco de Escitia, qué piedra lo ha engendrado? ¿Acaso, Titán fiero, te llevó en su vientre Rodope, o el escarpado Atos o el feroz Caspio? ¿Qué tigresa rayada te ofreció sus ubres?
Es falsa la leyenda de la doble noche, en la que el éter retuvo las estrellas por más tiempo y Lucifer cedió su turno a Héspero y al Sol tuvo estancado la de Délos con su retraso, No hay herida capaz de atravesar sus miembros: es insensible al hierro, y el acero es más dúctil que en su cuerpo desnudo se rompen las espadas su piel y las piedras rebotan; él desprecia los hados y a la muerte provoca con su indómito cuerpo.
No lo podían atravesar las lanzas ni un disparo de arco con una flecha escita ni los dardos que lleva el frío Sármata o aquél que, situado en la región del sol, dirige sus ataques contra el vecino Nábata el parto, más certero que él de Cnosos, cuando dispara.
Ha hecho caer los muros de Ecalia con su cuerpo, nada se le resiste: lo que vencer decide ya está vencido. ¡Qué pocos son los que han caído herido. Como él dél hado fue él poder de su rostro, y aun peor ya es bastante haber visto la amenaza de Hércules. ¿Qué corpulento Briáreo, qué Gías altanero, cuando se erguía sobre un montón de montes de Tesalia y hasta él cielo alargaba sus brazos de víboras, mostró tan cruel rostro?...
Las catástrofes grandes grandes ventajas tienen: no queda mal alguno: nosotras, desgraciadas, hemos visto la cólera de Hércules.
Habla ahora Ilole.
Pues yo, pobre de mí, no me lamento ni de los templos que, junto con sus dioses, han sido derrumbados, ni de los fuegos que se han esparcido. ni de que padres hayan ardido mezclados con hijos, dioses con hombres, templos con sepulcros yo no lamento ningún mal común: hacia otro sitio hace correr las lágrimas mi suerte, otras ruinas me obligan a llorar mis hados. ¿Por qué debo quejarme primero? ¿Para qué dejaré mis últimos gemidos? Por todo junto quisiera yo gemir, pero la tierra no me ha dado más pechos, para que al golpearlos resonaran de acuerdo con mis hados.
A mí o en llorosa roca del Sípilo cambiadme, ¡oh dioses celestiales!, o a orillas del Erídano colocadme, donde susurra triste todo un bosque de hermanas de Faetón. A mí o asignadme a los escollos sículos donde llore mis hados, sirena de Tesalia, o trasladadme a los bosques edonos para llorar, como el ave de Dáulide suele llorar a su hijo, a la sombra del tsmaro dadme la forma conveniente a mis lágrimas y que la abrupta Traquis resuene con mis males.
La chipriota Mirra ve correr sus lágrimas, gime la esposa de Cebe por su marido arrebatado, la hija de Tántalo se ha sobrevivido, escapa Filomela al propio rostro y la Ateniense canta entre sus llantos el nombre de su hijo ¿Por qué mis brazos no adoptan aún plumas voladoras? Dichosa yo, dichosa, cuando tenga la selva por morada y asentándome, de ave, sobre los campos patrios repita mis desgracias con trino quejumbroso y de la alada lote hable la gente.
Lo vi yo, sí, yo vi los hados lamentables de mi padre, cuando el tronco mortal lo golpeó y por la estancia entera quedaron esparcidos sus pedazos. Ay!, si los hados tu sepultura hubiesen permitido, ¡en cuántas veces, padre habríamos tenido que buscarte!
¿Pude yo contemplar tu asesinato, Toxeo, con tus tiernas mejillas aún desnudas y con tu sangre aún no vigorosa?...
¿Por qué lamento yo vuestro destino, padres, a quienes se ha llevado a lo seguro una muerte oportuna La suerte mía sí que merece lágrimas: pronto, en mi esclavitud, manejaré las ruecas y tos husos de una dueña. ¡Ay, cruel encanto. ¡Ay, hermosura que me vas a dar muerte! Sólo por ti se hundió mi casa entera, al no querer mi padre concederme al Alcida y temer convertirse en suegro de Hércules...
Pero ahora hay que ir a casa de mi dueña.
Habla el coro otra vez.
¿Por qué vuelves tus ojos, insensata, hacia el brillante trono de tu padre y hacia tu desgracia? Aparta de tu vista tu anterior fortuna. Dichoso aquel que sabe sufrir la esclavitud y la realeza, capaz de ir variando su actitud; quita fuerzas y peso a la desgracia, aquel que lleva con calma su infortunio.
ACTO SEGUNDO.
Habla nodriza.: ¡Oh, qué locura sanguinaria aguijonea a las hembras, cuando la puerta de una casa se abre a la vez para la concubina y para la esposa! Escila y Caribdis cuando revuelven las olas de Sicilia no son tan temibles; no hay fiera que no sea mejor que ella. En efecto, desde que resplandeció la hermosura de esa esclava rival y brilló Iole radiante como un día sin nubes o como el astro luminoso en las noches serenas, se irguió como una loca, con torva mirada, la esposa de hercules.
Como una tigresa de Armenia, recién parida, está echada bajo una roca y, en cuanto divisa un enemigo, sale de un salto, o como una Ménade que, poseída por Lieo, se ve forzada a agitar el tirso, sin saber a dónde dirigir sus pasos, quedó inmóvil un instante; luego se lanza delirante a través de la morada de Hércules; apenas le es suficiente la casa entera.
Corre, vaga sin rumbo, se detiene; todo su dolor le asoma en el rostro; en lo hondo de su pecho no queda casi nada; el llanto sigue a las amenazas; ni una sola actitud es estable, ni sus arrebatos de locura se expresan de una sola forma: de pronto se le inflaman las mejillas, luego la palidez echa fuera al rubor y su dolor va recorriendo a capricho todas las expresiones: se queja, implora, gime...
Se ha oído la puerta: ahí la tenéis, con paso apresurado, mostrando en la turbación de su rostro los secretos de su mente.
Habla Diyanira.:
Cualquiera que sea la parte que ocupas de la etérea morada, esposa del Tronador, lanza contra el Alcida una fiera que cumpla con mis deseos. Si hay alguna serpiente más grande que todo el pantano en que mueve su fecunda cabeza sin conocer la derrota; si hay algo que supere a las fieras por descomunal, espantoso y horripilante, a cuya vista Hércules aparte los ojos, que salga de su inmenso antro.
O, si no se conceden fieras, convierte este ser, te lo ruego, en algo... Con estos pensamientos puedo llegar a ser cualquier calamidad. Proporcióname una imagen acorde con mi dolor: el pecho no me alcanza a dar cabida a mis amenazas. ¿Por qué sacudes los abismos del confín de la tierra y trastornas el mundo? ¿Por qué pides calamidades a Plutón? En este pecho puedes encontrar todas las fieras que él puede temer.
Acepta esta arma para tus odios: sea yo la madrastra. Te es posible perder al Alcida: dirige mis manos adonde quieras... ¿Por qué tardas, diosa? Sírvete de mi locura: ¿Qué crimen mandas que se cometa?
Ya lo he parido... ¿Por qué vacilas?... Puedes ya quedarte cruzada de brazos; esta cólera mía es suficiente.
Habla Nodriza.:
Reprime, hija, las quejas de ese pecho enloquecido y domina sus llamas: frena el resentimiento, muéstrate la esposa de Hércules.
Habla Deyanira.:
Iole, la cautiva, ¿va a dar hermanos a mis hijos y, de esclava, llegará a ser nuera de Júpiter? La llama y el torrente no van a emprender juntos la carrera ni la Osa que nunca se moja va a beber en el ponto azulado. O no me iré sin vengarme: puede que hayas llevado el cielo y que el mundo entero te deba a ti la paz; hay algo peor que la hidra: el rencor de una esposa encolerizada. ¿Qué fuego del ardiente Etna se ha elevado hasta el cielo con tanta furia? Cuanto ha sido vencido por ti, lo vencerá este arrebato mío. ¿Una cautiva me va a robar el lecho conyugal? Hasta ahora temía yo a los monstruos; ya no hay mal alguno: han desaparecido las calamidades, en lugar de una fiera ha venido una odiosa rival.
¡Oh, soberano señor de los dioses, y tú, brillante Titan!, sólo he sido la esposa de Hércules cuando estaba asustado. Los votos que hice a los de arriba, han revertido en beneficio de una prisionera. Para una rival acerté yo en mis súplicas. En beneficio de ella, dioses de arriba, escuchasteis mis plegarias. Regresa sano y salvo para ella.
¡Oh, resentimiento al que no hay castigo que pueda contener!, busca suplicios horripilantes, impensados, indecibles, enséñale a Juno lo que el odio puede; ella no sabe enfurecerse lo suficiente.
Por mí hacías la guerra; por mi causa el Aqueloo. tiñó sus aguas errantes con su propia sangre, cuando se convirtió en flexible serpiente, cuando de serpiente cambió sus amenazas en feroz toro y en un solo enemigo venciste a mil alimañas. Ahora ya no te gusto; una cautiva ha sido preferida a mí... Pues no lo será: el día que vaya a ser el último de nuestro matrimonio, lo será de tu vida...
¿Qué es esto? Se apacigua mi ánimo y depone sus amenazas; mi cólera desaparece... ¿Por qué languideces, desgraciado resentimiento? Pierdes tu locura y me devuelves otra vez la lealtad de una sufrida esposa. ¿Por qué no dejas alimentarse a las llamas? ¿Para qué cortas el incendio? Consérvame a mí este arrebato, que vayamos de igual a igual... No harán falta votos: vendrá la madrastra a dirigir mis manos sin que yo la invoque...
Habla Nodriza.:
¿Qué delito preparas, insensata? ¿Podrás acabar con un marido cuyas glorias conocen donde termina el día y donde empieza, y cuya fama tiene dominadas a las tierras, irguiéndose hasta el cielo? AI ver su pira se alzará entera la tierra que le dio el ser y arrasará la casa de su suegro ante todo y la raza etolia entera; piedras y antorchas estoy ya viendo lanzar contra ti; toda la tierra defenderá a su libertador. ¡Cuántos castigos vas a pagar tú sola!
Supon que tú eres capaz de escapar de la tierra y del género humano: el padre del Alcida lleva en su mano el rayo; mira cómo recorren ya el cielo, amenazadoras, sus antorchas y cómo truena el firmamento al ser lanzado el rayo. Incluso a la muerte misma que crees tener en tu mano, témela: en ese campo domina el tío de tu Alcida. A donde quiera que te dirijas, desdichada, vas a ver allí dioses emparentados con él.
Habla Deyanira.:
Es cometer el más grande de los crímenes; yo misma lo confieso: pero el resentimiento ordena que se cometa.
Habla Nodriza.:
Morirás.
Habla Deyanira.:
Moriré, sí, como esposa de un Hércules ilustre y no habrá un día que, al disipar la noche, señale mi abandono; y un hecho que es mío no lo cautivará una cautiva, amante suya: antes nacerá el día por el poniente, antes sobre los indios caerá el polo glacial o sobre los escitas las tibias ruedas del carro de Febo, antes que las casadas de Tesalia me vean abandonada.
Con mi propia sangre estoy dispuesta a apagar las antorchas conyugales. Que perezca él o que me haga perecer: que a las fieras que ha destrozado añada a su esposa; puede contarme entre los trabajos de Hércules... Al morir, al menos, abrazaré con mi cuerpo el lecho del Alcida.
Ir, ir a las sombras como esposa de Hércules es lo que quiero... Pero no sin vengarme: si algo ha concebido Iole de mi Hércules, se lo arrancaré antes con mis propias manos y antes me lanzaré contra esa rival, incluso a través de las antorchas nupciales. Que en su odio hacia mí me sacrifique como víctima en el día de su boda, con tal de que yo caiga sobre el cadáver de Iole: muere feliz aquel que, al caer, aplasta a los que odia.
Habla Nodriza.:
¿Por qué tú misma das pasto a las llamas y animas espontáneamente ese inmenso resentimiento? Desdichada, ¿por qué te dejas llevar por vanos temores? Se enamoró de Iole, sí, pero cuando estaba
en pie su padre y él pretendía a la hija de un rey... La reina ha caído hasta ocupar el puesto de una esclava; ha perdido fuerzas el amor y mucho de lo de antes lo ha arrastrado consigo la desgraciada situación. Mucho ha influido en él la desgraciada situación de ella. Se ama lo ilícito; todo aquello que es lícito pierde valor.
Habla Deyanira.:
La peor fortuna inflama más el amor; ama, incluso, el hecho de que esté privada de su hogar patrio, de que su pelo cuelgue desnudo de oro y pedrería; en su compasión, quizás ama esas mismas desgracias.
Habla Nodriza.:
Enamorado estaba, sin duda, de la hermana del dardanio Príamo; pero la cedió como esclava. Añádele todas las casadas, todas las doncellas que ha amado hasta ahora; anduvo errante vagando de una a otra.
En efecto, la virgen arcadia, Auge, dedicada a organizar coros en honor de Palas, después de haber sufrido la violación, se borró de su corazón y no retiene huella alguna del amor de Hércules.
¿Para qué recordar otras? Ahí están las Tespíades abandonadas; con efímera antorcha ardió el Alcida por ellas. Siendo huésped de Tmolo se enamoró de aquella mujer lidia y cautivo de su amor se sentó junto a la delicada rueca, torciendo el estambre húmedo con su feroz mano. Sí, de aquel famoso cuello quitó los despojos de la fiera, aplastó su pelo una mitra y se quedó de pie como un criado, haciendo languidecer su hirsuta melena con mirra de Saba. En todas partes ha sentido la llama del amor, pero una llama pasajera.
Habla Deyanira.:
Unidos con fuerza suelen quedar los enamorados después de unos fuegos pasajeros.
Habla Nodriza.:
¿A una esclava e hija de un enemigo la va a preferir a ti?
Habla Deyanira.:
Igual que una profunda belleza se adueña en primavera de la floresta, cuando la desnudez del bosque es revestida por los primeros calores, mas, cuando el Bóreas expulsa a los Notos ya sin fuerza y el rigor del invierno hace caer por entero sus cabelleras, se ve un bosque deforme, de troncos desolados, así nuestra belleza, mientras va recorriendo su largo itinerario, va perdiendo algo en cada momento y resplandeciendo menos. No existe ya aquel encanto: cuanto en nosotras hubo antaño de atractivo decae y se desvanece con los partos. Mucho me ha robado de aquel atractivo el ser madre; la edad madura me lo ha ido arrancando con paso apresurado. ¿Ves cómo la esclava no pierde su gran belleza? Ha desaparecido todo tipo de cuidado y se asienta en ella la suciedad; sin embargo, a través de sus mismas miserias resplandece su hermosura. Nada le han arrancado el infortunio o el funesto destino, a no ser su reino. Ese es el temor, ama, que destroza mi pecho, ese el pavor que me roba el sueño. La más ilustre esposa entre todos los pueblos era yo y mi lecho lo ansiaban, envidiosas, todas las mujeres, todas las almas que elevaban una plegaria a cualquier dios... Yo he sido la medida de las ambiciones de la mujer argólica. ¿Qué suegro equiparable a Júpiter voy yo a tener, ama? ¿Qué marido se me va a dar bajo este cielo? El propio Euristeo, que es el que da las órdenes al Alcida, puede unirme a él en matrimonio; es ir a menos. Quedar privada del lecho de un rey poco importa; en cambio, es mucho caer, quedar privada de un hombre como Hércules.
Habla Nodriza.:
Suele conciliar los ánimos de los esposos el tener hijos.
Habla Deyanira.:
Igualmente puede que esos mismos hijos dividan un lecho.
Habla Nodriza.:
Por ahora a ella la traen de esclava, como regalo para ti.
Habla Deyanira.:
Ese a quien ves ir de ciudad en ciudad cubierto de gloria y llevando en su espalda los despojos vivos de una fiera, que da el cetro a los desgraciados y lo arrebata a los encumbrados, con su terrible mano cargada con una enorme maza, cuyos triunfos cantan hasta los más alejados seres y cualquier otro pueblo de los que se asientan en todo el ámbito del globo terrestre, es un frívolo y le trae sin cuidado el brillo de la gloria. Vaga por el orbe no para equipararse a Júpiter ni para pasearse con orgullo por las ciudades argólicas. Amores es lo que busca, el lecho de las vírgenes es lo que trata de alcanzar. Si alguna se le niega, la rapta; se lanza furioso contra los pueblos, busca entre las ruinas a las mujeres y a lo que es vicio incontenible se le llama valor. Cayó la noble Ecalia; un solo sol y un solo día vieron su firmeza y su caída. El motivo de las guerras es el amor. Tantas veces temerá un padre cuantas le niegue a Hércules una hija; será el enemigo cuantas veces rehúse convertirse en suegro: si no es yerno, acomete a golpes. Ante esto, ¿para qué conservo mis manos inocentes, esperando que aparente estar loco y tense el arco con su mano cruel y nos aniquile a mí y a mi hijo? Así echa Hércules a sus esposas: esos son sus repudios. Y no puede llegar a ser culpable; ante los ojos de los mortales ha convertido a su madrastra en causa de sus crímenes. ¿Por qué te quedas pasmada, locura indolente? En el crimen hay que tomar la iniciativa: adelante, mientras te hierve la mano.
Haber, prepara el culo que ahora se viene una serie pregunta respuesta.
Habla Nodriza.: ¿Vas a matar a tu marido?
Habla Deyanira.: E n realidad, al de m i rival.
Habla Nodriza.: Pero es un hijo de Júpiter.
Habla Deyanira.: Sí, pero tam bién nacido de Alcmena.
Habla Nodriza.: ¿ A hierro?
Habla Deyanira.: A hierro.
Habla Nodriza.: ¿ Y si no puedes?
Habla Deyanira.: Lo mataré a traición.
Habla Nodriza.: ¿Qué clase de locura es esa?
Habla Deyanira.: L a que m i esposo m e enseña.
Habla Nodriza.: ¿Vas a matar a un hombre a quien ni su madrastra pudo matar?
Habla Deyanira.: La ira del cielo a quienes aplasta ios hace desdichados; la humana, los aniquila.
Habla Nodriza.: Deja eso, pobre mujer, y siente temor.
Habla Deyanira.: Ha despreciado a todos el que a la muerte ha despreciado primero... Es un placer ofrecerse a las espadas
Habla Nodriza.: Mayor es tu resentimiento, hija, que la falta cometida. El delito debe producir un odio equiparable. ¿Por qué dictas una sentencia cruel contra cosas sin importancia? Según la ofensa que has recibido, así debes dolerte.
Habla Deyanira.: ¿Un mal sin importancia consideras tú para una casada una rival? Todo aquello que da pasto al resentimiento, considéralo demasiado grave.
Habla Nodriza.: ¿Y el amor que sentías por el glorioso Alcida ha huido?
Habla Deyanira.: No ha huido, ama, permanece y se asienta, fijado en lo más íntimo de mi ser, créeme. Pero un amor indignado es un gran rencor.
Habla Nodriza.: Mezclando prácticas mágicas a sus preces consiguen a menudo las casadas estrechar los lazos matrimoniales... Yo he hecho volver la primavera al bosque en pie nos fríos y detenerse a un rayo en su carrera; yo he alborotado las aguas estando en calma el viento, he allanado un mar turbulento y una tierra seca se abrió con fuentes nuevas; tuvieron movimiento las piedras, derribé las puertas... Aparecisteis, sombras... Forzados por mis ruegos, los manes hablan y se deja oír el perro infernal: mar, tierra, cielo y Tártaro son mis esclavos; la media noche vio el sol y el día a la noche y nada mantiene sus leyes ante mis encantamientos... Lo doblegaremos, las fórmulas mágicas encontrarán el camino.
Habla Deyanira.: ¿Qué hierbas engendra el Ponto o el Pindó bajo las rocas de Tesalia?... o, ¿dónde podré encontrar un mal ante el cual él sucumba? Puede que con un hechizo mágico descienda la luna a tierra, abandonando los astros, y que el invierno vea mieses y que con un encantamiento se paralice el rayo apresado en su veloz carrera y que, invertidos los turnos, hierva entre montones de estrellas el mediodía. É l será el único a quien no se doblegará.
Habla Nodriza.: El amor ha vencido hasta a los dioses.
Habla Deyanira.: Quizás sea él el único ante quien se rinda y entregue sus despojos el amor, convirtiéndose en el último de los trabajos del Alcida... 475 Pero a ti yo te conjuro por todas las divinidades del cielo, por este temor mío: cuanto de misterioso estoy tramando, escóndelo en el rincón más apartado y ponlo bajo el silencio de la lealtad.
Habla Nodriza.: ¿Qué es eso que pides que quede en secreto?
Habla Deyanira.: No son dardos, ni arma alguna, ni fuego amenazador.
Habla Nodriza.: Yo confieso que soy capaz de mantener una promesa de silencio, si no hay un crimen por en medio: a veces es un crimen la lealtad.
Habla Deyanira.: Observa entonces alrededor, no sea que alguien nos robe los secretos; echa una mirada escudriñando todos los rincones.
Habla Nodriza.: Ya está; el lugar está vacío y libre de cualquier testigo.
Habla Deyanira.: Hay en un apartado rincón de la mansión real, una gruta silenciosa, defensora de mis secretos. No recibe ese rincón los primeros rayos del sol,
ni tampoco los últimos, cuando al llevarse Titán el día
sumerge las fatigadas ruedas de su carro en el océano
enrojecido: allí se oculta la garantía del amor de Hércules.
Te lo voy a explicar, ama: el que ideó tal maleficio
es Neso, a quien engendró Néfele, fecundada por el
caudillo tesalio, allá donde el Pindó introduce con
miedo su cabeza entre los astros y yergue sus hielos
el Otris más allá de las nubes.
En efecto, una vez que, sometido por la maza del terrible Hércules, el Aqueloo, con su facilidad para
adoptar todos los aspectos, después de haberse disfrazado de todas las fieras, quedó al fin como era y bajó
la cabeza con la afrenta de no tener más que un cuerno, , al tenerme ya como esposa el Alcida, por haber
vencido, emprendió de nuevo el camino de Argos. Casualmente el Eveno, errante por la llanura, transportando hacia el mar un profundo caudal, corría turbulento a punto ya de desbordarse.
Neso, que estaba acostumbrado a atravesar aquel
turbión de agua, ofreció sus servicios a cambio de una
sos recompensa y, transportándome sobre su espalda en
el punto en donde el final del espinazo une al hombre
con el caballo, iba dominando las amenazas del enfurecido río.
Ya Neso, con su ímpetu, había salido por completo
de las aguas y aún vagaba el Alcida en medio de la
corriente, tratando de abrirse camino a grandes zancadas entre el violento torbellino. Entonces aquél, al ver que estaba lejos el Alcida:
«Tú vas a ser» —dijo— «mi botín y mi esposa. A él
no lo dejan avanzar las aguas». Y llevándome entre sus
brazos apresuraba el paso.
Las aguas no detienen a Hércules: «Transporte traicionero» —dijo— «aunque mezclados el Ganges y el
Histro caminen juntando sus valles, los venceré a ambos; te alcanzaré con un dardo en tu huida». Se adelantó el arco a las palabras: una saeta, portadora de
heridas desde lejos, lo paralizó en su huida y le dejó
clavada la muerte.
Él, mientras empezaba a echar en falta la luz del
día, recogió con su mano derecha podredumbre de la
herida sangrante y me la entregó, introducida en una
de sus pezuñas que él se había arrancado de su mano
izquierda. Entonces, moribundo, añadió unas palabras: «Con esta pócima» —dijo— «han dicho las magas que se puede asegurar el amor. Esto se lo enseñó a las
mujeres de Tesalia la docta Mícale, la única entre todas las magas a quien sigue la luna, dejando abandonadas las estrellas». «Has de ofrecer —dijo — vestidura empapada en esta misma podredumbre, si una
odiosa rival te roba el lecho, y tu esposo, en su frivolidad, llega a dar otra nuera a su padre, el que resuena sao
en las alturas. Esto que no lo vea luz alguna: siempre
debe estar cubierto por las más profundas tinieblas:
de ese modo esta sangre poderosa mantendrá sus virtudes». El letargo sorprendió estas palabras y el sopor fue
introduciendo la muerte en sus miembros desfallecidos...
Tú, a quien la lealtad ha hecho partícipe de mis secretos, pon manos a la obra, para que el veneno,
aplicado a una resplandeciente vestidura, le llegue
hasta el alma a través de sus miembros y le penetre
callado hasta lo más hondo de las entrañas.
Habla nodriza: Cumpliré tus órdenes cuanto antes, hija; invoca tú en tus plegarias al dios nunca vencido, el que con su delicada mano lanza dardos certeros.
Habla Deyanira: A ti, a ti te invoco, a quien el cielo y
los dioses de allá arriba temen, y el mar y el que blande el rayo del Etna; a ti, que eres temible hasta para
tu implacable madre, alado niño. Pon en el arco con tu
certera mano una flecha veloz, no una de tus ligeras saetas; de entre las más dañinas, te lo ruego, saca una
que tus manos no hayan lanzado aún contra nadie (no
es un dardo ligero lo que hace falta para que pueda
enamorarse Hércules), pon en rígida tensión tus manos
y estira el arco hasta juntar sus cuernos.
Ahora, saca ahora la saeta, con la que un día arremetiste brutalmente contra Júpiter, cuando el dios dejó
el rayo, se le hinchó de pronto la frente y, toro ya, surcó el mar embravecido transportando a la muchacha asiría.
Métele dentro el amor; que sobrepase a todos los célebres amantes, que aprenda a amar a su esposa. Si
la hermosura de Xole encendió alguna antorcha en el
pecho de Hércules, apágala del todo, que se embriague de mi hermosura.
Tú has dominado más de una vez al Júpiter del
rayo, tú has dominado aí que ostenta el sombrío cetro del negro polo, como caudillo de una turba más numerosa y señor de la Éstige; tú, en fin, joh dios más
funesto que una madrastra encolerizada!, alcanza tú
solo este triunfo y vence a Hércules.
Habla Nodriza.: Aquí tienes el poderoso filtro y un tejido que en la rueca de Palas ha dejado extenuada a toda la tropa de esclavas: ahora que se aplique el veneno y que la vestidura de Hércules beba esa peste; yo aumentaré el maleficio con encantamientos... En el preciso momento acude solícito Licas: hay que ocultar el terrible filtro, no vaya a descubrirse la trampa.
Habla Deyanira.: Oh, tú, algo que no siempre poseen las mansiones soberbias, Licas, persona siempre fiel a tus reyes, toma esta túnica que han tejido mis manos, mientras andaba errante por el globo y, vencido por el vino, sostenía en su fiero regazo a una mujer lidia, mientras pretendía a Iole... Pero puede que doblegue su rudo corazón con mis atenciones: las atenciones siempre han vencido a los más duros. Advierte a mi esposo que no se ponga esta prenda antes de haber alimentado las llamas con incienso y aplacado a los dioses con su hirsuta melena ceñida de blanco álamo. Yo, por mi parte, voy a dirigir mis pasos hacia la mansión real y a honrar con mis plegarias a la madre del terrible dios del amor; vosotras, a quienes, para que me acompañarais, hice salir de los hogares patrios, mujeres de Calidón, llorad mi lamentable suerte.
Habla el Coro:
Lloramos tu desgracia, hija de Eneo,
esta turba de amigos de tus primeros años;
lloramos lo inseguro de tu lecho, venerable señora. Nosotras que solíamos contigo alborotar los vados
del Aqueloo, cuando, cumplida ya la primavera,
menguaba la crecida de las aguas
y, empobrecido, iba serpeando con caminar sereno
y el rojizo Licormas al cortarse la fuente no revolvía un caudal impetuoso.
Nosotras que solíamos ir recorriendo los altares de Palas. Y frecuentar los coros de muchachas, llevar en cestas cadmeas los objetos
sagrados para los misterios, cuando, expulsada ya la estrella del invierno,
trae el tercer verano los calores del sol
y la ática Eleusis, consagrada a la diosa de las espigas, encierra a los mistas. Ahora también, cualquier calamidad que estés temiendo tennos por compañeras leales de tu hado: rara es la lealtad, cuando la buena suerte
se ha derrumbado.
Tú quienquiera que seas, que sostienes un cetro, aunque toda la plebe a un mismo tiempo
golpee en tu palacio sus den puertas,
aun cuando tanta gente te asedie cuando sales,
en tanta gente apenas hay una sola lealtad.
Domina los dorados umbrales una Erinis y, en cuanto se abren las grandiosas puertas,
penetra la perfidia y el astuto engaño
y el hierro oculto; y, en cuanto se preparan
a presentarse en público, la envidia va a su lado;
cuantas veces la aurora disipa la noche, tantas veces podéis pensar que nace el rey.
Pocos honran al rey y no al poder real;
a los más los atrae el brillo del palacio.
Ansia éste al lado del rey mismo
marchar en triunfo por todas las ciudades, la gloria abrasa su pecho miserable...
Ansia aquél saciar su hambre de riquezas
y, en cambio, no le basta todo el valle del Histro
con sus perlas, ni Lidia toda entera
vence su sed, ni la tierra sujeta a los soplos del Céfiro, que admira los destellos
del reluciente Tajo con su caudal de oro;
ni siquiera si el Hebro fuese todo suyo
y a él uniese sus campos el rico Hidaspes.
Y entre sus propias lindes
viera correr el Ganges con todo su caudal. Para el avaro, sí, para el avaro, es poca cosa la naturaleza. Adula éste a los reyes y a la mansión real, no para que, encorvado, el labrador
no cese nunca de apretar el arado
o mil colonos roturen sus tierras; sólo ansia riquezas que poner a rédito.
Adula éste a los reyes para pisar a todos,
perder a algunos y no aliviar a nadie:
sólo para hacer daño desea la influencia.
Y ¿Cuánta gente muere a la hora fijada por el hado? A quienes en la dicha Cintia vio,
los vio en la ruina el día al despuntar:
raro es aquel que une la dicha y la vejez.
La hierba, que es más blanda que la púrpura tiria,
suele facilitar los sueños sosegados; las techumbres doradas rompen la quietud
y la púrpura arrastra noches de vigilia.
¡Oh, si se abrieran los pechos de los ricos!
¡qué grandes miedos su elevada fortuna
levanta en su interior! Cuando la mar agita el Coro, es más suave la ola brucia.
Con pecho sosegado el pobre vive:
una copa levanta hecha de haya frondosa
pero no la levanta con temblorosa mano;
toma alimentos sencillos y vulgares pero no ve a su espalda espadas empuñadas...
Es en copa de oro donde se vierte sangre.
La esposa que ha casado con marido modesto
no lleva en un collar bien construido
los brillantes regalos del piélago rojizo, ni estira sus orejas cargadas de perlas
la piedra recogida en aguas del Oriente,
ni su suave lana bebe varias veces
el rojo en un caldero de Sidón. Ni adorna con aguja de Meonia las telas que los seres expuestos a los rayos
del sol naciente recogen de los árboles.
Hierbas de cualquier tipo tiñen lo que en la rueca
han hilado sus manos poco hábiles..., pero ella no fomenta intrigas en su lecho.
Una Erinis persigue con su funesta antorcha
a aquellas cuyo día celebran los pueblos. Con todo, el pobre no se encuentra feliz
si no ve que han caído los felices. Todo aquel que se aparta del camino de en medio no corre nunca por la senda segura.
Al querer ofrecer un día tan sólo
aquel niño y subirse al carro de su padre
y no correr por la debida senda, sino apuntar con ruedas errabundas
hacia astros ignorados por las llamas de Febo,
él pereció y junto a él el orbe.
Mientras surca en los cielos el camino de en medio,
Dédalo poseyó la región que quería y no puso su nombre a ningún mar;
pero, al querer vencer a las aves auténticas
Ícaro y despreciar las alas de su padre,
siendo un niño, y votar
próximo al propio Febo, dio su nombre a un mar desconocido: muy cara se paga la ambición con la ruina.
Que otro resuene feliz y soberbio,
que a mí ninguna turba me aclame poderoso,
que se ciña a la costa mi pobre embarcación,
que ningún fuerte viento mande a mi barquilla surcar el ponto, ya que la Fortuna
pasa de largo los golfos tranquilos
y busca en alta mar las naves
cuyo velamen desgarra las nubes...
Pero ¿por qué, aterrada, con pavor en su rostro, semejante a una tíadem, víctima de Baco,
corre la reina con paso apresurado?
¿Qué nuevas vueltas te hace dar la fortuna?
Dínoslo, desdichada, pues aunque tú lo niegues,
habla tu rostro todo lo que ocultas.
ACTO TERCERO.
Habla Deyanira.: Un escalofrío recorre en todas direcciones mis miembros, sacudiéndolos: el horror eriza mis cabellos, el terror se asienta en mi alma, que sigue agitada, y el corazón salta enloquecido; el pavor de mis entrañas palpita en mis temblorosas venas. Igual que el ponto, cuando ha sido batido por el austro, sigue aún hinchado, aunque el tiempo se tranquilice al amainar el viento, así mi alma sigue aún agitada a pesar de que el miedo se ha alejado. Desde luego, una vez que la divinidad ha empezado a acosar a los que eran felices, sigue hostigándolos. Este es el desenlace que tienen las grandezas.
Habla Coro: ¿Qué desgracia tan incontenible te revuelve, desdichada?
Habla Deyanira.: En cuanto salió de aquí el manto empapado en la ponzoña de Neso y, afligida, dirigí mis
pasos a mi aposento, sintió mi alma un cierto temor
de que se estaba urdiendo una traición. Se me antoja hacer una prueba: Neso había prohibido que ese terrible veneno de su sangre fuese expuesto a la
llama de los rayos del sol. Justamente esa argucia me
puso sobreaviso de que allí había una traición. Y, casualmente, sin que ninguna nube empañara su resplandor, el ardiente Titán daba rienda suelta a los calores
del día... Todavía ahora apenas me deja el terror despegar los labios...
Cuando quedó expuesta a los fuegos de la resplandeciente antorcha solar, aquella sangre, con la que
había sido teñido el manto y empapada la vestidura,
se encrespa y, al calor de los rayos de la melena de
Febo, se echa a arder... Apenas puedo narrar aquel prodigio: como disuelven el Euro o el tibio Noto las nieves que al empezar la primavera pierde el luminoso
Mimante, y como en el mar Jonio el Léucate, haciéndoles frente, rompe las olas que vienen rodando
y consigue que, debilitado su arrebato, se deshaga en
espuma en la propia costa, o como se dispersa el incienso que se esparce en los tibios fuegos de los altares, así se desvanecieron todos los vellones de la lana
y perdieron sus flecos. Y, mientras contemplo asombrada todo esto, desapareció incluso el motivo de mi asombro. Es más,
hasta la misma tierra comenzó a espumear y a dar
sacudidas, y cuanto había sido tocado por aquella ponzoña se deshace.
Cambiamos de escenario, ahora vemos a Hilo, la nodriza y las mismas.
Habla Hilo: Vete, huye, busca si hay algún lugar más allá de las tierras, del mar, de las estrellas, del océano, de los infiernos. Huye, madre, más allá de los trabajos del Alcida.
Habla Deyanira.: Mi alma presagia no sé qué gran calamidad.
Habla Hilo: Ocupa el trono, celebra tu victoria, dirígete a los templos de Juno; esos se abren para ti; todos los demás santuarios los tienes cerrados.
Habla Deyanira.: Dime qué desgracia cae sobre mí, a pesar de mi inocencia.
Habla Hilo: Aquella honra del orbe y su única defensa, a quien los hados habían concedido a la tierra en el puesto de Júpiter, ha desaparecido, madre. Los miembros y los músculos de Hércules los abrasa no sé qué peste. El que domó a las fieras, él, él, el vencedor, está vencido, afligido, víctima del dolor. ¿Qué más quieres saber?
Habla Deyanira.: Los desgraciados tienen prisa por conocer sus propias desgracias. Di, ¿en qué situación ha quedado nuestra casa? ¡Oh, Lares! ¡Oh, desdichados lares! Ahora voy a verme sola, ahora repudiada, ahora sepultada.
Habla Hilo: No eres tú sola la que se aflige por Hércules, su muerte ha de lamentarla el mundo entero. Estos hados no los consideres exclusivos tuyos, madre: ya está lanzando gritos la raza humana entera: por ese, por quien tú entre ayes gimes, están gimiendo todos. Estás sufriendo una desgracia común a todas las tierras. Te has adelantado en el duelo; eres la primera, pero no la única que llora por Hércules, desdichada.
Habla Deyanira.: Dime, no obstante, dime, te lo pido, a qué distancia de la muerte yace mi Alcida.
Habla Hilo: La muerte lo rehúye, pues fue ya una vez vencida en sus propios dominios, y los hados no se atreven a cometer tan enorme impiedad. Incluso es posible que Cloto haya arrojado de su mano temblorosa la rueca, temiendo llevar hasta el final los ha dos de Hércules, ¡Qué día! ¡Qué execrable día! ¿Será el último que gozará del gran Alcida?
Habla Deyanira.: ¿Dices que en el camino hacia los hados y las sombras y hacia el polo tenebroso me precede él? ¿Puedo yo tomarle la delantera en la muerte? Dime si todavía no ha sucumbido.
Habla Hilo: La tierra de Eubea, que se levanta en una
inmensa cima, se halla batida por todos sus costados.
Al mar de Frixo lo corta el Cafereo; este lado está
expuesto al Austro. A su vez, por donde sufre las amenazas del nivoso Aquilón, el inconstante Euripo cambia la dirección de las errantes aguas, lanzando en un sentido siete veces su carrera y haciéndola volver otras
tantas m, mientras Titán llega a sumergir en el Océano su carro fatigado.
Aquí, sobre una elevada roca contra la que se estrellan muchas nubes, resplandece un añoso templo de
Júpiter Ceneo.
Una vez que se detuvo ante el altar todo el ganado
consagrado al dios y el bosque entero gimió con los toros adornados de oro, se quitó el despojo del león,
que estaba sucio de sangre corrompida, soltó la pesada maza y descargó sus hombros del peso de la aljaba.
Refulgente entonces con la vestidura tuya, y después
de ceñir de canoso álamo su erizada melena, encendió el fuego del altar. «Acepta» —dijo— «en tu hoguera,
padre mío verdadero, estos frutos y que resplandezca
el fuego sagrado con abundante incienso del que el rico
árabe, adorador de Febo, recoge de los árboles de
Saba». «Pacificada está la tierra» —dijo— «y el cielo y
los mares; después de haber sometido a todos los monstruos, he vuelto vencedor. Deja ya el rayo».
Un gemido vino a caer en medio de sus plegarias,
y hasta él mismo quedó atónito. Luego llenó el cielo
con unos gritos escalofriantes. Como un toro que huye con el hacha de dos filos clavada, llevándose a la
vez la herida y el arma, y llena con espantosos mugidos los santuarios hasta hacerlos estremecerse; o como
truena el rayo lanzado desde el cielo, así él hirió con
su gemido los astros y la mar. Resonó Calcis en
toda su extensión y todas las Cicladas recogieron sus
voces. Luego las rocas cafereas, luego todos los bosques fueron repitiendo las voces de Hércules.
Lo vemos llorar; la gente cree que le ha vuelto su
antigua locura. Entonces los criados emprenden la
huida.
Y él, volviendo acá y allá su rostro con ardienrada, a uno solo entre todos intenta seguir y buscar, a Licas. Abrazándose éste al altar con mano temblorosa, se murió de miedo, sin dar apenas ocasión para el
castigo.
Y, mientras sostenía en su mano el cadáver, f que
aún temblaba, dijo: «¿Por esta mano, oh hados por ésta
van a decir que fui yo vencido? ¿Que a Hércules lo venció Licas? Ahí va otra calamidad: Hércules destruye a Licas. Echemos una mancha sobre mis hazañas:
sea éste el último de mis trabajos».
Hasta las estrellas es lanzado y rocía las nubes esparciendo su sangre. Así salta hasta el cielo la flecha que vemos disparada por la mano de un getao la
que lanzó uno de Cídón. Pero hasta esos dardos subirán menos en su huida.
El tronco cae al mar; la cabeza, sobre las rocas:
siendo un solo cadáver, yace en dos lugares.
«Deteneos» —dice— ; «no me ha dejado sin razón la
locura. Es este un mal más grave que la locura y que la cólera. Me entran impulsos de ensañarme conmigo mismo».
Apenas ha señalado su enfermedad, y empieza su
furor: él mismo se desgarra sus propios miembros y
trata de arrancarles bocados con su mano descomunal,
intenta despojarse de las vestiduras... Esto es lo único
que yo he visto que no pudiera Hércules. Obstinado, no obstante, en arrancárselas, se arrancó también las carnes: la túnica es parte de su rudo cuerpo, se han mezclado las vestiduras con la propia piel.
La causa de tan espantosa desgracia no se ve clara,
pero está ahí. Y, sin poder apenas soportar su mal, ora
desfallecido oprime la tierra con su rostro, ora ansia las aguas... y el agua no es capaz de vencer su mal;
busca la playa por el ruido de las olas y se introduce
en el mar. Un tropel de servidores detienen su caminar extraviado.
¡Oh, suerte amarga! Hemos sido equiparables al
Alcida...
Ahora una barca lo trae de vuelta desde la costa
eubea y el suave Austro es capaz de arrastrar el peso de Hércules... La vida ha abandonado sus miembros y
la noche pesa sobre sus ojos.
Habla Deyanira.: ¿Por qué no actúas, alma mía? ¿Por qué te quedas paralizada? Se ha consumado el crimen: a su hijo reclama Júpiter; Juno, a su rival. Debe ser devuelto al universo... al menos lo que se puede devolver, muéstralo: que atraviese mi cuerpo una espada hasta la empuñadura. Así, así hay que proceder... ¿Una mano tan débil va a hacer cumplir un castigo tan grande? Destruye con tus rayos, suegra, a una nuera criminal. Y no se arme tu mano con un dardo ligero; salte desde el cielo aquel rayo con el que, si el Alcida aso no hubiese nacido de ti, habrías carbonizado a la Hidra. Hiéreme como a una calamidad inaudita y como a una desgracia peor que las iras de una madrastra. Lanza un dardo semejante al que en tiempo fue lanzado contra Faetonte cuando se salió del camino: yo sola he sido la ruina de Hércules, yo, la de las naciones... ¿Por qué pides un arma a los dioses? Deja en paz ya a tu suegro: a la esposa del Alcida debe darle vergüenza de implorar una muerte; esta mano sustituirá a las súplicas; yo misma iré a la muerte. Hazte cuanto antes con una espada. Y ¿por qué, a fin de cuentas una espada? Todo aquello que arrastra hacia la muerte es un arma más que suficiente; desde una roca elevada voy a lanzarme. Esa, esa que es la primera en reclamar la luz del día cuando renace, el Eta, hay que elegir; desde allí quiero lanzar mi cuerpo. Que los abruptos peñascos me destrocen y que todas las rocas se lleven una parte de mí. Queden colgando mis manos desgarradas y toda la ladera del escarpado monte quede roja. Poco es una sola muerte... ¿Poco? Pero se puede prolongar. No sabes elegir, alma mía, sobre qué arma caer. Ojalá estuviera, ojalá, colgada en mi alcoba la espada de Hércules. Echándome sobre ese hierro debería yo morir... ¿Una sola mano es suficiente para mi muerte? Acudid, pueblos; peñascos y antorchas encendidas arroje contra mí el mundo entero; que ninguna mano quede ahora inactiva. Empuñad las armas, a vuestro vengador os lo he robado yo. Impunemente van a llevar ya sus cetros los reyes crueles, impunemente van a nacer ya monstruos invencibles. Volverán los altares a acostumbrarse a ver víctimas semejantes al que las sacrifica: A los crímenes íes he abierto yo camino. Yo, al robaros al vengador, os he dejado a capricho de tiranos, de reyes, de monstruos, de fieras y de dioses crueles. ¿No actúas, compañera del Tronador? No esparces fuegos imitando a tu hermano? ¿No se los arrebatas a Júpiter para lanzarlos y aniquilarme así tú misma? Yo te he arrebatado una brillante gloria, un inmenso triunfo. Juno, la muerte de tu rival la he conseguido yo antes.
Habla Nodriza.: ¿Por qué tratas de arrastrar esta casa que ya ha sido víctima de una sacudida? Producto de un error es toda esta monstruosidad de ahora por grande que sea: no es culpable aquel que lo es involuntariamente.
Habla Deyanira.: Todo aquel que se excusa en el hado y se perdona a sí mismo, merecía cometer su error: la sentencia es que se le condene a muerte.
Habla Nodriza.: Culpable desea parecer quien la muerte busca.
Habla Deyanira.: Sólo la muerte convierte en inocentes a los que se han equivocado.
Habla Nodriza.: ¿Y huirás de Titán?
Habla Deyanira.: Es Titán el que huye de mí.
Habla Nodriza.: ¿Vas a dejar la vida, desdichada?
Habla Deyanira.: Pero voy a ir en pos del Alcida.
Habla Nodriza.: El está aún vivo y respira los aires del cielo.
Habla Deyanira.: Cuando Hércules ha podido ser vencido, es que ha empezado a morir.
Habla Nodriza.: ¿Vas a abandonar a tu hijo y a cortar 895 el hilo de tus hados?
Habla Deyanira.: Toda aquella a la que da sepultura un hijo, ya ha vivido bastante.
Habla Nodriza.: Vas a seguir a tu hombre.
Habla Deyanira.: Delante suelen ir las que son castas.
Habla Nodriza.: Si tú misma te condenas, tú misma te acusas del crimen, desdichada.
Habla Deyanira.: Nadie, cuando es culpable, puede derogar su propio castigo.
Habla Nodriza.: A muchos se les perdona la vida, cuando el culpable ha sido su error, no su mano derecha. ¿Quién condena a sus propios hados?
Habla Deyanira.: Todo el que ha recibido en suerte unos hados injustos.
Habla Nodriza.: Él mismo postró en tierra a Mégara, atravesándola precisamente con sus saetas, y a sus nobles hijos, clavándoles dardos lerneos con mano enloquecida; convertido en autor de un triple parricidio, fue indulgente consigo mismo, no con su locura. En el nacimiento del Cinips 12°, bajo el cielo de Libia, lavó su crimen y purificó su diestra... ¿A dónde te encaminas, desdichada? ¿Por qué condenas tus propias manos?
Habla Deyanira.: La derrota del Alcida es la que condena mis manos. Quiero castigar ese crimen.
Habla Nodriza.: Si yo conozco a Hércules, se presentará posiblemente triunfador de su cruenta desgracia y ese dolor se retirará, derrotado, ante tu Alcida.
Habla Deyanira.: Devora los miembros, según se dice, el veneno de la Hidra; esa espantosa peste ha aniquilado el cuerpo de mi esposo.
Habla Nodriza.: ¿Vas tú a decir que el veneno de ese reptil ya matado no puede ser vencido por él, que hizo frente al monstruo cuando estaba vivo? Él destrozó a la hidra cuando, habiéndole clavado los dientes, se plantó en medio del pantano, saliendo vencedor, aun con el cuerpo cubierto del veneno que ella había derramado. ¿La sangre de Neso va a aplastar al que venció a las propias manos del terrible Neso?
Habla Deyanira.: En vano se retiene a aquel que ha resuelto morir. Y yo tengo decidido huir de la luz; bastante ha vivido el que cae muerto con el Alcida.
Habla Nodriza.: Mira, suplicándote por estos cabellos de anciana y por estos senos, casi maternales, yo te conjuro: deja esas altaneras amenazas, propias de un pecho herido, y echa fuera esa terrible resolución de morir cruelmente.
Habla Deyanira.: Todo aquel que disuade de morir a un desgraciado es él un cruel. A veces es un castigo morir, pero por lo común es un don... para muchos es una indulgencia.
Habla Nodriza.: Defiende al menos, desdichada, tu mano derecha; que sepa él que el crimen fue obra de una traición, no de una esposa.
Habla Deyanira.: Me defenderé allí: los de allá abajo
absolverán a la acusada... Yo me condeno a mí misma; que purifique Plutón estas manos.
Me detendré ante tus orillas, Leteo, perdida la memoria, y, lúgubre sombra, acogeré a mi esposo.
Mas tú, que atormentas los reinos del negruzco polo,
prepara un suplicio (cualquier crimen que alguien haya
osado cometer va a vencer esta equivocación mía; Juno no osó arrancar a Hércules de la tierra), prepara un
terrible castigo.
Descanse la cerviz de Sísifo y que la piedra agobie
mis hombros. Huyan de mí las inconstantes aguas y
que la ola falaz se burle de mi sed.
Soy merecedora de ofrecer mis manos a tu torbellino, rueda que atormentas al rey de Tesaliam.
Que cave en mis entrañas por aquí y por allá el
buitre voraz.
Que descanse una Danaide, yo ocuparé
su puesto.
Abridme paso, manes; recíbeme como compañera,
esposa de la tierra del Fasis: peor es ésta, peor es esta mano derecha que los dos crímenes tuyos, bien el
de madre perversa, bien el de funesta hermana; agrégame como compañera a tus crímenes, esposa tracia acoge a tu hija, oh Altea, madre mía, reconoce ahora en mí un auténtico vástago tuyo m. Sin embargo,
vuestras manos, ¿Qué pérdida han causado tan grande
como la que yo he causado?
Cerradme las puertas del Elisio, esposas fieles que
habéis alcanzado los recintos del sagrado bosque.
Si alguna salpicó sus manos con sangre de su hombre y, sin acordarse de la casta antorcha nupcial, se irguió, como cruenta descendiente de Belo, con el
hierro empuñado, puede en mí reconocer y alabar sus
propias manos.
A esta turba de esposas quiero yo incorporarme...
Pero hasta esa famosa turba huirá de tan espantosas
manos... Invicto esposo mío, inocente es mi espíritu, criminal mi mano.
¡Ay, alma demasiado crédula! ¡Ay, falaz
Neso! ¡Ay, engaños propios de un monstruo mitad
hombre mitad fiera! Queriendo hacerle un robo a mi
rival, me he robado a mí misma.
Apártate, Titán, y tú, vida, que retienes a los desdichados entre las caricias de la luz: para la que ya ha de estar privada de Hércules esa luz no vale nada.
Yo pagaré el castigo que te debo y te entregaré mi
vida... ¿O prolongo mis hados y reservo mi muerte,
esposo, para tus manos? ¿Te queda alguna fuerza y
tus manos, armadas, son capaces de tensar el arco para que lance flechas o tus armas están ociosas y a ti, sin
fuerza ya en las manos, no te hace caso el arco?
Si puedes aún matar, mi valiente esposo, espero yo
a tu diestra: que se retrase mi muerte. Destrózame
como al inocente Licas, espárceme por ciudades extraños y lánzame a un mundo desconocido hasta por ti.
Hazme perecer como al monstruo de Arcadia y a
cuantos otros te hicieron frente... Pero de ellos, esposo
mío, regresaste.
Habla Hilo: Basta ya, madre, teío ruego; sé comprensiva con los hados: el error está libre de culpa.
Habla Deyanira.: Si tú, Hilo, quieres alcanzar el verdadero amor filial, mata ahora mismo a tu madre ¿Por
qué se ha estremecido tu mano temblorosa? ¿Por qué
vuelves la cara? Este crimen será piedad filial. Cobarde, ¿vacilas? A Hércules te lo ha arrebatado esta mano, ésta ha
hecho parecer al padre al que tú debes el tener por
abuelo al Tronador: te he robado una gloria mayor
que la que te ofrecí al darte a luz.
Si te es desconocida la impiedad, apréndela de tu
madre: si quieres hundir el hierro en la garganta o si
prefieres penetrar por el vientre que te llevó, tu madre
te mostrará una actitud impasible.
No será el crimen
consumado sólo por ti: yo seré derribada por la diestra tuya, pero por decisión mía...
Hijo del Alcida, ¿tienes miedo? Así, no quieras
cumplir órdenes ningunas, ni vagar por el orbe destrozando monstruos; si nace alguna fiera, reclama a tu
padre.
Prepara esa diestra sin temblar.
Aquí tienes, al descubierto, un pecho lleno de miserias; hiere. Yo te perdono el crimen, las propias Euménides serán benévolas con tu diestra...
Se ha oído un chasquido de látigos: ¿Quién es
esa en cuya melena se retuercen las víboras y que bate
unas negras alas en sus escuálidas sienes? ¿Por qué
me persigues, implacable, con tu antorcha en llamas, Megera? ¿Exiges un castigo por el Alcida? Yo pagaré.
¿Han ocupado ya su tribuna, oh diosa cruel, los jueces
del infierno?...
Mas he aquí que veo las crueles puertas de la
cárcel: ¿quién es ese que, tan viejo ya, lleva una roca descomunal sobre sus hombros gastados?
Mirad cómo
la piedra, ya dominada, intenta volver a resbalar.
¿Quién es el que ofrece sus miembros a la rueda?
He aqui que ahora se ha erguido pálida la terrible
Tísífone e inicia el interrogatorio... Basta de azotes,
te lo ruego, Megera, basta, detén las antorchas estigias.
Es un crimen de amor... Pero ¿qué es esto? La tierra
se derrumba y el palacio ha crujido con una sacudida
de sus techos... ¿De dónde ese amenazador tropel? El
orbe entero se precipita contra mis ojos; de aquí y de
allá grita la gente y el mundo entero reclama a su vengador. Perdonadme, ciudades. ¿A dónde puedo dirigir mi
precipitada huida? La muerte es el único puerto que
acogerá mis desdichas. Yo pongo por testigo a la rueda en llamas del rutilante Febo y a los dioses pongo
por testigos: a Hércules lo dejo todavía en la tierra
en el momento de mi muerte.
Habla Hilo: Ha huido aturdida... ¡Ay de mí! Cumplida está la parte que tocaba a mi madre: ella decidió morir. Ahora queda la mía: quitarle sus ansias de muerte. ¡Oh, desdichado amor de hijo!: si impides que muera tu madre, eres un criminal para con tu padre; si la dejas morir, tu falta entonces es contra tu madre. Me acosa por ambos lados una impiedad... De todos modos, hay que disuadirla. Iré e impediré el crimen.
Habla el Coro:
Verdad es lo que Orfeo
el venerable hijo de Calíope
cantó al pie de las cimas del Ródope de Tracia
a los acordes de la lira pieria:
que nada se hace eterno.
Quedó quieto a sus sones
el estruendo del rápido torrente
y, olvidada de proseguir su huida,
perdió el agua su ímpetu;
y al paso que los ríos se demoran
piensan que el Hebro se les secó a los getas
los lejanos bistones.
Aves le mandó el bosque,
vinieron tos que habitan en la selva,
y el pájaro, que errante volaba por los aires,
cuando escuchó sus cantos,
cayó sin energías.
Desgarró el monte Atos sus peñascos,
arrastrando a la vez a los centauros,
y junto al Ródope se colocó,
fundiéndose la nieve con sus cantos;
y la Dríade huyendo de su encina
acude presurosa hacia el poeta.
A tus cantos acuden
hasta las mismas fieras misteriosas
y al lado del rebaño que ahora nada teme se echa un león marmdrico;
y los gamos no tiemblan ante el lobo;
y la serpiente rehúye su escondite sin acordarse ya de su veneno.
Es más, cuando a través de las puertas del Tenar o
se encaminó a los manes silenciosos,
arrancando sollozos a su lira,
con su canto lloroso llegó a ver al Tártaro y a los dioses lúgubres del Erebo
sin asustarse de los lagos estigios
por los que los de arriba hacen sus juramentos.
Quieta quedó la rueda que nunca se para
sin fuerzas ya, vencido el torbellino; le creció a Titio el hígado,
mientras que con su canto él retenía a las aves;
para escuchar la cítara
la barca de las aguas infernales
sin remo alguno avanza.
Por vez primera entonces el anciano frigio sin hacer caso al agua que ya no se movía,
dejó su sed rabiosa
y no tendió sus manos a los frutos.
Así, al abandonar Orfeo los infiernos, esparciendo los sones de sus cantos,
pudo quedar vencida la malvada piedra y seguir al cantor.
Las diosas vuelven a reponer los husos
agotados de Eurídice.
Mas cuando, olvidadizo, mira atrás
Orfeo, sin fiarse de que Eurídice le había sido devuelta y le seguía,
perdió la recompensa de su canto:
la que acababa de renacer perece.
Buscando entonces consueto en sus canciones,
con tono lastimero
cantó Orfeo a los getas lo siguiente.
«Leyes hay que se han dado hasta para los dioses, y hasta el dios que los tiempos organiza cuatro turnos dispuso, que, veloces, a lo largo del año se suceden; que para nadie dejen de hilar sus hilos las Parcas en sus ruecas avarientas; todo lo que ha nacido morir puede.»
Nos obliga a creer al vate tracio
la derrota de Hércules.
En el justo momento en que, rotas las leyes,
le llegue al mundo el día,
el polo austral cubrirá de ruinas
las llanuras de Libia
y cuanto abarca el garamante nómada;
el polo de la Osa cubrirá de ruinas
cuanto hay bajo sus ejes
y azota el seco Bóreas.
Al temblar, por haber perdido el cielo,
Titán, hará caer la luz del día.
El palacio del cielo en su caída
arrastrará al oriente y al occidente;
y a los dioses, a todos, los hará perecer
algún tipo de muerte en ese caos
y hasta la muerte
se fijará a sí misma su hado postrero.
¿Qué lugar podrá dar cabida al firmamento?
¿Se ensanchará el camino que va al Tártaro para que quepan las ruinas del cielo?
¿O quizás el espacio que separa
el éter de la tierra es suficiente
y hasta excesivo para la destrucción del mundo?
¡Oh espanto! ¿Qué lugar podrá albergar a tan terribles hados? ¿Qué lugar, a los dioses?
¿Ponto, Tártaro y astros, los tres reinos,
va a poder albergarlos uno solo?
Pero ¿Qué enorme estruendo
aturde mis oídos? Es, sí, el ruido de Hércules.
ACTO CUARTO.
Habla Hércules.: Vuelve hacia atrás, Titán resplandeciente, tus jadeantes corceles, deja que venga la noche; que pierda el universo este día en que yo muero, que con negruzcos nublados se erice el firmamento; cierra el paso a mi madrastra... Ahora, padre, convenía hacer volver el ciego caos que, rompiéndose de parte a parte sus estructuras, saltaran en pedazos ambos polos. ¿Por qué respetas los astros? Estás perdiendo a Hércules, padre. Ahora, Júpiter, vigila el cielo por todas partes, no vaya a arrojar algún Gías las montañas tesalias y el Otris sea poco peso para Encélado Va a abrir inmediatamente las puertas de la sombría cárcel el soberbio Plutón, romperá las cadenas de su padre y le devolverá el cielo. Yo, tu ilustre hijo, que estaba en la tierra haciendo las veces de tu rayo y de tus fuegos, vuelvo a la Éstige: se levantará Encélado feroz y lanzará hasta los dioses del cielo la carga que ahora pesa sobre él. Todo el reino del éter, padre, te lo va a Henar de riesgos mi muerte. Antes de que el cielo entero sea un botín que te quiten, sepúltame a mí en medio de una ruina general del firmamento, padre, destroza el cielo que estás a punto de perder.
Habla el Coro:
No es vano tu temor, hijo del dios del trueno, al punto el Pelio va a pesar sobre el Osa de Tesalia y el Atos, colocado sobre el Pindó, su bosque va a mezclar con los astros del cielo. Vencerá luego Tifeo a los escollos y arrastrará consigo a la tirrena Inárime arrastrará en seguida las fraguas del Etna y rasgará el costado de esa montaña abierta Encélado, al que aún no ha vencido tu rayo. Te seguirán al punto los reinos del cielo.
Habla Hércules.: Yo, que dejando atrás la muerte, desdeñando la Éstige, regresé a través de las aguas estancadas del Leteo con un botín que estuvo a punto de
derribar a Titán, al vacilar sus caballos; yo, a quien han experimentado los tres reinos de los dioses, muero
y no rechina al atravesar mi costado una espada, ni es
el arma causante de mi muerte [una roca, ni una
ladera del tamaño de un escarpado monte], ni lo es
el Otris todo entero; ningún gigante de mirada feroz
ha enterrado mi cadáver bajo la masa del Pindó. Sin enemigo, soy vencido y, cosa que me atormenta aún más ( ¡oh, coraje malogrado!), el último día del Alcida no postra en tierra a ningún monstruo; no
empleo, ¡ay de mi, mi vida en ninguna hazaña.
Oh, tú, señor del cielo, y vosotros, dioses, antaño testigos de las obras de mi mano derecha, ¡oh, tú,
tierra entera!, ¿os satisface que la muerte de vuestro
Hércules se pierda? ¡Oh, espantosa vergüenza la mía!
¡Oh, deshonroso destino! ¡lina mujer irá de boca en
boca como autora de la muerte de Hércules! ¡A manos
de quiénes muero yo, el Alcida!
Si los inflexibles hados han querido que yo caiga a
uso manos de una mujer y si mi muerte ha sido hilada
por tan vergonzosas ruecas, bien hubiese podido sucumbir, ¡ay de mí!, al odio de Juno: caería a manos de una
mujer, pero de una que posee el cielo.
Si eso, dioses de allá arriba, era demasiado, podía
haber dominado mis fuerzas una amazona nacida bajo
el cielo escita. ¡A manos de qué mujer soy vencido yo, el enemigo
de Juno!...
Por esto resulta tu afrenta más grave, madrastra.
¿Por qué llamas día alegre al día de hoy? ¿Qué cosa
semejante a ésta ha engendrado la tierra para tus
iras? Una mujer mortal ha sobrepasado tus odios.
Hasta ahora te ponías furiosa por no poder equipararte al Alcida; y has sido vencida por dos. ¡Vergüenza debía darles de sus iras a los dioses!
¡Ojalá hubiese saciado con mi sangre sus fauces
aquella plaga de Nemea o, cuando estuve cercado por sus cien serpientes, mi descomposición hubiese dado
pasto a la hidra! ¡Ojalá hubiese sido ofrecido como presa a los centauros o hubiese quedado entre las
sombras, miserablemente encadenado por siempre a
una piedra, cuando ante el estupor del hado logré arrebatar el más alejado botín!. Ahora, de regreso de la
infernal Éstige, he vuelto a alcanzar la luz, he logrado
vencer los obstáculos de Plutón.
Por doquier la muerte me ha rehuido para que me viese privado de un final propio de mi glorioso destino.
¡Oh, fieras, fieras por mí vencidas! A mí el perro
de triple figura, una vez que contempló el sol, no volvió a llevarme a la Éstige; bajo el cielo de Hesperia
no me venció la manada ibera del fiero pastorm, ni la pareja de serpientes. ¡He perdido tantas veces,
ay de mí, una muerte honrosa! Mi hazaña final, ¿Cómo
va a ser?
Habla el Coro:
¿No ves cómo el valor, consciente de su gloria,
no siente horror de las aguas leteas?
No le duele la muerte, de su autor se avergüenza.
Ansia poner fin a su último día bajo la inmensa mole de un soberbio gigante
y sufrir a un Titán cargado de montañas
y su muerte deber a una rabiosa fiera...
Mas tu mano es la causa, desdichado,
de que ya no haya fieras ni gigantes.
Pues, ¿Qué autor queda digno de la muerte de Hércules
si no es tu propia mano?
Habla Hércules.: ¡Ay! ¿qué clase de escorpión en mi
interior, qué cangrejo, arrancado de la región ardiente,
se ha incrustado en mis entrañas y las abrasa?. Mirad cómo mi corazón, que antes desbordaba de
sangre, estira ahora las calcinadas fibras de mi pulmón
hinchado; arde el hígado con la hiel reseca y un vaho
me ha ido dejando lentamente sin gota de sangre.
Primero devoró la piel; desde ahí se abrió camino esa maldición penetrando en mis carnes, me ha quitado esa peste ya un costado, el mal me ha roído por
completo los miembros y las costillas, ha apurado los
tuétanos y se asienta en los huesos ya vacíos.
Y ni siquiera los huesos resisten, sino que, yuntados al haberse roto sus articulaciones, se desvanecen en un montón de ruinas. Desfallece mi enorme cuerpo y los miembros de Hércules no son suficientes para esa peste, ¡Ay, qué grande es este mal
para que yo lo llame descomunal! ¡Oh, terrible calamidad!
Venga, mirad, ciudades, mirad lo que ya queda de aquel Hércules ¿Reconoces a Hércules, padre? ¿Con
estos brazos estrangulé el poderoso cuello de la perdición de Nemea? ¿Tensado con esta mano, hizo mi arco
bajar desde los mismos astros a las Estinfálides? ¿Con
estos pies vencí yo a la carrera a la rápida fiera cuya cabeza resplandecía con su radiante frente?. ¿Con estas manos partí yo a Calpe, abriéndole paso al mar?.
¿Estas manos han tirado por tierra tantas fieras, tantos
crímenes, tantos reyes? ¿Sobre estos hombros se asentó el firmamento? ¿Esta es mi corpulencia; ésta, aquella cerviz? ¿Con estas manos impedí yo que el cielo se
derrumbara? ¿Qué guardián de la Éstige podrá ser en
adelante arrastrado por mi mano? ¿Dónde están mis
fuerzas, sepultadas f dentro de mí? ¿Por qué llamo
padre a Júpiter? ¿Por qué, desdichado, reclamo el
cielo, acudiendo al Tronador? Ahora, ahora se tendrá
a Anfitrión por padre mío...
Cualquiera que seas, peste que te ocultas en mis
entrañas, da la cara. ¿Por qué me atacas sin que te
vea herirme?
¿Qué mar escita bajo el polo helado, qué inerte
Tetis te ha engendrado o qué Calpe de Hiberia, que
avanza amenazante contra el litoral moro? ¡Oh, terrible m al!... ¿Acaso una serpiente de las que agitan su
horripilante cabeza encrestada o algún monstruo por
mí desconocido? ¿Acaso has sido engendrado de la
sangre de la fiera lernea o te dejó en la tierra el perro
estigio?
Eres todos los males y ninguno. ¿Qué rostro tienes?
Concédeme al menos saber de qué mal perezco. Cualquier peste que seas o cualquier fiera, cara a cara temerías.
¿Quién te ha hecho sitio para que me llegaras hasta
las mismas entrañas? Mira, mi mano, arrancando la
piel, ha dejado al descubierto las visceras; pero has
encontrado un escondrijo más allá. ¡Oh mal, comparable a Hércules!...
¿De dónde viene este llanto? ¿De dónde las lágrimas que caen sobre estas mejillas? Mis ojos, antaño
invencibles y nunca acostumbrados a ofrecer lágrimas
a sus desgracias, ¡qué vergüenza!, ya han aprendido a
llorar. ¿Qué día, qué tierra ha visto un llanto de Hércules? Sin una lágrima he soportado las desgracias. Ante
ti, aquel valor que destrozó tantas calamidades, ante ti solamente, ha cedido. Tú eres el primero y el que
antes que nadie me ha arrancado un llanto.
Mi rostro, más duro que una abrupta roca y que
el acero y que una errabunda Simplégade, se ha descompuesto y ha hecho saltar las lágrimas. Llorando, gimiendo, ¡oh, supremo señor del cielo!,
me ha visto Ja tierra y, cosa que más me atormenta,
me ha visto mi madrastra...
Ya está abrasando de nuevo mis visceras, se reaviva el incendio... ¿De dónde vendrá un rayo para mí?
Habla el Coro:
¿Qué no será capaz de vencer el dolor? El que otras veces fue más resistente que el y no más apacible que el polo parrasio ha rendido sus miembros ante el cruel dolor y, agitando en su cuello la cansada cabeza, doblega bajo el peso alternativamente los costados a veces su valor le hace sorber el llanto. Así Titán, aun con tibios rayos, no osa derretir las nieves árticas y vence a los ardores de un pujante sol el resplandor del hielo.
Cambiamos de escenario y se encuentran Hércules y Alcmena.
Habla Hércules.: Vuelve tu rostro hacia mis calamidades, padre; nunca el Alcida ha buscado refugio en tus
manos, ni cuando la hidra desplegaba a lo largo de mis miembros su fecunda cabeza. Y, cuando en medio de los lagos infernales, prisionero de la negra noche, yo me erguí frente al Hado, no te invoqué.
He vencido tantas fieras horribles, reyes, tiranos y, sin
embargo, no he vuelto mi rostro hacia las estrellas.
Esta mano fue siempre la garantía de mis propósitos,
ni un solo rayo brilló por mí en el sagrado cielo.
Este día me ha forzado a pedir algo (que sea el primero y el último en escuchar mis ruegos); un único rayo te pido; considérame un gigante; con no menos derechos que ellos pude yo reivindicar el cielo.
Como te considero mi verdadero padre, he respetado
el cielo. Bien seas cruel, padre, bien misericordioso, tiéndele tu mano a este hijo, apresúrate a matarlo y
alcanza tú esa gloria antes que nadie. O, si te causa
pena y tu mano rechaza esa impía acción, lanza contra
raí, haciéndolos salir de las cumbres sicilianas, a los
ardientes titanes; que arrastren en sus manos el
Pindófo el Osa y que me aplasten lanzándome esos montes. Destroza además las cárceles del Erebo, que
Belona me acose espada en mano. Envía al atroz
Gradivo, que se arme contra mí con toda su crueldad: es, desde luego, mi hermano, pero de madrastra.
Tú también, hermana del Alcida, pero sólo de padre, arroja tu lanza contra tu hermano, Palas.
Suplicantes tiendo mis manos hacia ti, madrastra;
lanza tú al menos un dardo, te lo ruego (ya puedo
perecer a manos de una mujer). Una vez que te has
venido abajo y te has saciado, ¿por qué das pasto a
las amenazas? ¿Qué más pretendes? Suplicante estás viendo al Alcida y ninguna tierra, ninguna fiera me
ha visto implorándote.
Ahora tengo realmente necesidad de una madrastra encolerizada. ¿Ahora se apaga tu resentimiento?
¿Ahora dejas tus odios? Te muestras benevolente
cuando mi deseo es morir...
¡Oh, tierra! ¡Oh, ciudades! ¿Nadie va a poner una
antorcha en manos de Hércules? ¿Nadie, un arma?
¿Quitáis los dardos de mi alcance? Así no vuelva ninguna tierra a concebir fieras crueles después que yo esté
sepultado y nunca el orbe tenga que implorar mis manos.
Si vuelve a nacer algún monstruo, que nazca otro Hércules Inmolad mi desdichada cabeza
apedreándola desde aquí y desde allá, venced mis calamidades. ¿Te quedas quieto, orbe desagradecido? ¿Es
que no existo ya para ti? Aún estarías expuesto a las
amenazas de monstruos y fieras, si no me hubieses sustentado. Arrancad de sus males a vuestro vengador, pueblos. Se os ofrece esta ocasión de recompensar
mis méritos: mi muerte será el precio de todos ellos.
Habla Alcmena: ¿A qué tierras voy a dirigirme en mi desgracia yo, la madre del Alcida? ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde está? Si lo que veo es cierto, ahí está echado, agitándose con corazón anhelante. Gimiendo está: esto es el final. Que se me deje, hijo mío, abrazar tus miembros por última vez. Que cuando dejes escapar tu aliento, sea recogido por mi boca. Deja que te estreche entre mis brazos... ¿Dónde están tus miembros? ¿Dónde aquella cerviz que sostuvo el firmamento y soportó las estrellas? ¿Quién te ha dejado reducido a una exigua parte de ti?
Habla Hércules.: A Hércules estás viendo, desde luego, madre, pero a una sombra y a no sé qué vil despojo de mí. Reconóceme, madre... ¿Por qué vuelves atrás tu cara y hundes el rostro entre las manos? ¿Te ruborizas de que se diga que a Hércules lo has parido tú?
Habla Alcmena: ¿ Qué cielo, qué tierra ha engendrado ese nuevo monstruo? ¿Qué calamidad tan espantosa se enseñorea de ti? ¿Quién es el vencedor de Hércules?
Habla Hércules.: Postrado por la perfidia de su esposa estás viendo al Aicida.
Habla Alcmena: ¿Qué perfidia tan grande es esa que es capaz de vencer al Alcida?
Habla Hércules.: La que es suficiente para la cólera de una mujer, madre.
Habla Alcmena: Y, ¿de dónde ha caído esa peste que ha penetrado en tus miembros y en tus huesos?
Habla Hércules.: Una túnica es la que abrió la puerta a los venenos de esa mujer.
Habla Alcmena: ¿Dónde está esa túnica? Yo estoy viendo los miembros desnudos.
Habla Hércules.: Se ha consum ido conmigo.
Habla Alcmena: ¿Se ha podido hallar una calamidad tan grande?
Habla Hércules.: Imagínate, ¡oh, madre!, que andan
errantes por entre mis visceras la Hidra y mil fieras más con la de Lema. ¿Qué llama tan poderosa corta
las nubes de Sicilia?. ¿Qué ardiente Lemnos?.
¿Qué región inflamada del cielo que no deja correr al
día en su abrasador espacio?
Al mismo mar lanzadme, oh compañeros, y en medio de los ríos. ¿Qué Histro es suficiente para mí?
Ni el mismo Océano, siendo, como es, más grande que
las tierras, logrará atenuar mis ardores; todos los líquidos serían insuficientes en esta desgracia mía, todas
las aguas se secarían.
¿Por qué, señor del Erebo, me remitías a Júpiter?
Lo tuyo era retenerme.
Devuélveme a tus tinieblas, a Hércules, en semejante estado, muéstralo a los infiernos que él sometió. Nada me voy a llevar de allí.
¿Por qué temes otra vez a Hércules?
Atácame, muerte, no tiembles. Ahora puedo ya morir.
Habla Alcmena: Refrena al menos las lágrimas, sobre ponte a las calamidades y, ante males tan grandes, vuelve a presentar al Hércules indómito. Retrasa la muerte; vence a los infiernos como tú acostumbras.
Habla Hércules.: Si el salvaje Cáucaso me ofreciera,
amarrado con sus cadenas, como banquete para el
ave voraz; aunque gimiera Escitia, no lograría arrancarme un gemido lloroso. Si las errantes Simplégades me aprisionaran entre
sus dos rocas, yo soportaría la amenaza de que se precipitaran de nuevo.
Caigan sobre mí el Pindó y el Hemo y el Atos, que
rompe las olas tracias, y el Mimante, que afronta el rayo de Júpiter; ni aun si este mismo firmamento,
madre, se derrumbara sobre mí y encima de mis
músculos ardiera con sus llamas el carro de Febo, ni
un grito indigno haría presa en el alma de Hércules.
Que se precipiten mil fieras contra mí y que me
desgarren todas a una; por aquí, con sus salvajes graz nidos, desde los aires, la estinfálide; por aquí que me
acose un toro amenazador con toda su cornamenta y
todos los monstruos, que ya uno a uno son espantosos.
Que surja de acá y de allá un bosque y que Sinis haga saltar cruelmente mis miembros: repartido en
pedazos, me mantendré en silencio. No me arrancarán gemidos las fieras, no me los arrancarán las armas,
ni nada a lo que se pueda atacar.
Habla Alcmena: No es el veneno de una mujer lo que abrasa tus miembros, hijo, sino que es la dura serie de empresas tuyas y tu largo trabajo lo que quizás ha dado pasto en tu cuerpo a esa sangrienta enfermedad.
Habla Hércules.: ¿Dónde está la enfermedad? ¿Dónde está? ¿Es que queda todavía algún mal en el orbe conmigo? Que venga, que alguien tense el arco hacia acá contra mí... Me bastará mi mano desnuda. Vamos, que avance hacia acá.
Habla Alcmena: ¡Ay de m í!; también lo han dejado sin sentido sus excesivos ataques de dolor. Quitad de su alcance los dardos, os lo ruego, y llevaos de aquí las mortales saetas: sus mejillas inflamadas amenazan un crimen. ¿Qué escondrijo voy a buscar yo a mis años? Ese dolor es la locura: lo único que consigue dominar a Hércules. ¿Por qué voy a buscar, insensata de mí, a dónde esconderme o a dónde huir? Merecido tiene Alcmena perecer bajo una mano valerosa; preferible es incluso que sea víctima de un crimen antes que algún cobarde me dé muerte o una mano indigna triunfe sobre mí... Mirad, sin fuerzas ya por sus males, el dolor atenaza sus venas agotadas por el sopor y su pecho se agita respirando con dificultad. Sedme propicios, dioses; si en mi desdicha m e habéis negado un hijo ilustre, conservadle al menos, os ruego, a las tierras su vengador; salga expulsado su dolor y que el cuerpo de Hércules recobre sus fuerzas.
Cambiamos de escenario y se encuentran Hércules, Hilo y Alcmena.
Habla Hilo: ¡Oh, luz amarga! ¡Oh, día fecundo en crímenes! La nuera del tronador ha muerto, el hijo yace en el suelo; yo, el nieto, soy el que queda. Este perece por el crimen de mi madre, ella ha sido víctima de una traición. ¿Quién, al cabo de los años, después de toda una vida, podrá en su vejez referir tan grandes calamidades? Un mismo día me ha arrebatado a m i padre y a mi madre... y, para no hablar del resto de mis males y ser comprensivo con los hados, ¡es Hércules el padre que yo pierdo!
Habla Alcmena: Modera tus palabras, noble vástago del Alcida, nieto de Alcmena, que a ella te asemejas en su fatal desdicha: puede que un largo sueño venza al dolor... Pero, mira, la quietud abandona su alma ya agotada; pone de nuevo su cuerpo en manos de la enfermedad y me devuelve a mí la aflicción.
Habla Hércules.: ¿Qué es esto? ¿Es Traquis la que se
ve sobre esa helada cima o es que, situado entre las
estrellas, he escapado por fin a la raza mortal? ¿Quién
1435 me prepara el cielo? Ya te veo, padre, ya te veo y también contemplo a mi madrastra ya apaciguada.
¿Qué sonido celestial sacude mis oídos? Juno me
llama yerno.
Veo resplandeciente el palacio del luminoso éter y la zona desgastada a fuerza de pasar las ardientes ruedas de Febo. Veo la guarida de la Noche:
desde ahí llama a las tinieblas.
¿Qué es esto? ¿Quién cierra el cielo, padre, y me
hace bajar de los mismos astros? Hace un momento
el carro de Febo me rozaba con su soplo el rostro. ¡He
estado tan cerca del cielo...!
Estoy viendo Traquis.
¿Quién me ha devuelto las tierras? Hace un momento el Eta quedaba allá abajo y
el orbe entero estuvo bajo mis pies. ¡Estaba tan bien
cuando me dejaste, dolor! Me obligas a confesar... Detente y escucha bien lo que voy a decirte. Este, Hilo,
éste es el fruto que han obtenido los regalos de tu
madre. Ojalá pudiera con un golpe de mi maza destrozar esa vida impía, al igual que sometí aquella calamidad de las amazonas en las laderas del Caucaso.
¡Oh, querida Mégara! ¿Tú eras mi esposa cuando
yo estaba loco? Dadme la maza y el arco. Que se ensucie mi diestra, voy a echar una mancha sobre mis
glorias; que se difunda que el último trabajo de Hércules ha sido una mujer.
Habla Hilo: Refrena, padre, la terrible amenaza de tus iras. Ya está, se ha cumplido, ella ha pagado el castigo que tú estás reclamando: mi madre yace víctima de su propia mano.
Habla Hércules.: Muriendo me ha engañado; a manos de la ira de Hércules debió sucumbir; Licas ha perdido a su compañera. A ensañarme sobre el propio cuerpo sin vida me obliga el impulso de la ira. ¿Por qué se está librando de mis amenazas el propio cadáver? Que las fieras lo reciban como pasto.
Habla Hilo: Mayor ha sido el dolor de la desdichada que el daño que produjo. También de eso querrías tú rebajarle algo. Ha sucumbido por obra de su mano, pero también por causa de tu dolor; ha sufrido más castigo del que tú exiges. Mas tú no yaces ahí por el crimen de una esposa sanguinaria ni por la traición de mi madre. Quien tramó esta trampa fue Neso, el que perdió la vida herido por tus saetas. La túnica fue impregnada con la sangre de esa semifiera, padre, y Neso ahora se ha vengado de esta forma.
Habla Hércules.: Basta, ya está todo; se van aclarando
mis hados: esta es la última luz. Esto me lo había
presagiado una vez la profética encina y el bosque del Parnaso que con sus mugidos hace retemblar el santuario de Cirra: «A manos de un hombre matado por ti, Alcida vencedor, yacerás tú un día. Este es el supremo final que se te señala una vez que hayas recorrido los mares, las tierras y las sombras».
Ya no me quejo más: tuvo que señalárseme este final para que ningún vencedor de Hércules le sobreviviera. Escojamos ahora una muerte preclara, memorable, noble, digna de mí, en una palabra. Famoso voy
a hacer este día.
Que se corten todos los árboles y que el bosque del
Eta arda en llamas; que la hoguera acoja a Hércules, pero antes de morir.
Tú, vástago de Peante, préstame, muchacho, este
triste servicio: que la llama de Hércules arda durante
todo un día. A ti, Hilo, dirijo ahora mis últimos
ruegos. Hay entre las cautivas una resplandeciente doncella, hija de Eurito, que en su rostro da pruebas
de su regio linaje, Iole; disponte a celebrar con ella
tu boda.
Vencedor sanguinario, yo la dejé sin patria, sin hogar y nada le di a la desdichada, excepto al Alcida...
y hasta a ése se lo quitan. Que compense sus calamida des, que estreche entre sus brazos al nieto de Júpiter
e hijo de Hércules: que ella dé a luz para ti cuanto
haya concebido de mí...
Y tú, por tu parte, déjate de llantos fúneblo ruego, oh, ilustre madre! Vive el Alcida para ti. Con mi valor he hecho que a tu rival la consideren
madrastra.
Si para que naciera Hércules se fijó aquella famosa noche o si es mortal mi padre, aunque sea falso mi linaje, aunque se olvide la falta de mi madre y la mala
acción de Júpiter, yo me he hecho merecedor de mi
padre. Yo he llenado de honra al cielo y mi madre me
concibió para gloria de Júpiter.
Es más, él mismo, aunque sea Júpiter, se alegra de
ser considerado padre mío... Déjate ya de lágrimas,
madre; distinguida serás entre las madres argólicas.
¿Qué cosa así ha engendrado Juno, aunque lleve el
cetro del cielo y esté casada con el Tronador? Aunque
seas mortal, te ha tenido envidia la que domina el
cielo y ha querido que se diga que el Alcida es suyo.
Sigue ahora tu curso tú solo, Titán; yo te dejo: yo
que fui tu compañero por todas partes, me dirijo al
Tártaro y a los manes.
Ahora bien, hasta los abismos voy a llevarme esta
insigne gloria: la de que ninguna peste tiró por tierra
al Alcida cara a cara y de que a todas las pestes las
venció el Alcida cara a cara.
Habla el Coro:
¡Oh, esplendor del cielo, Titán resplandeciente
que en cuanto a dar calor empiezas, Hécate
desunce los corceles fatigados de su carro nocturno!,
di a los sabeos situados en la parte de la Aurora,
di a los iberos situados en la parte del Ocaso
y a aquellos que soportan el carro de la Osa
y a los que reciben los azotes de un cielo abrasador,
dites que hacia los manes eternos se apresura
Hércules y hacia el reino del perro que no duerme,
de donde nunca ha regresado nadie.
Que acompañen las nubes a tus rayos,
pálido has de mirar la tierra entristecida;
que corran por tu rostro sucios nubarrones.
¿Cuándo, dónde, ¡oh, Titán!, bajo qué cielo podrás seguir a otro Hércules sobre la tierra?
¿Qué manos va a invocar el orbe desdichado,
si alguna peste múltiple por Lerna esparce rabia con sus cien serpientes,
si a los vetustos pueblos de la Arcadia
les siembra de peligros un jabalí los bosques,
si algún hijo del Ródope en la Tracia,
más duro que las tierras de la nivosa Hélice con sangre humana riega sus establosm?
¿Quién dará paz al pueblo amedrentado,
si los dioses airados hacen que nazca algo por las ciudades? Yace igual que todos
el que engendró la tierra igual al Tronador.
Resuene un duelo inmenso por todas las ciudades
y que, sin recoger su pelo lazo alguno,
golpeen las mujeres sus brazos desnudos
y, cerrando sus puertas los templos de los dioses,
sólo queden abiertos los de la madrastra, ahora ya tranquila.
Te vas hacia el Leteo y al litoral Estigio de donde no habrá barca que te traiga.
Te vas hacia los manes, donde alcanzaste el triunfo tras vencer a la muerte.
Caminas como sombra de brazos descarnados, de lánguida mirada y débil cuello,
y no te llevará a ti solo aquella nave...
No obstante, no serás una sombra vulgar;
estarás entre Éaco y los dos cretenses juzgando las acciones, abatiendo tiranos.
¡Cuidado, oh, poderosos, reprimid vuestra diestra!
Es un mérito haber logrado mantener sin mancha el
y, mientras gobernabas, no haber permitido que el hado se ensañara con tus pueblos.
Mas la virtud un puesto entre los astros tiene.
¿Ocuparás el sitio donde se asienta la Osa
o aquel donde Titán descarga todo el peso de sus fuegos?
¿Acaso brillarás por el tibio poniente desde donde oirás cómo resuena Cálpe
al juntarse los mares? ¿Qué lugar hundirás del cielo despejado? ¿Qué lugar quedará
seguro entre los astros por recibir a Hércules?
Que tu padre te dé al menos un sitio
lejos del León horrible y del Cangrejo ardiente,
no sea que, estremecidos por tu aspecto, los astros
truequen sus leyes y hagan temblar al sol.
Mientras vengan las flores con la templanza de la primavera y mientras los inviernos corten de nuevo al bosque o mientras el verano de nuevo traiga al bosque su
y los frutos se acaben al huir el otoño, nunca los siglos lograrán arrancarte de las tierras:
tú seguirás acompañando a Febo y a los astros.
Antes ha de nacer la mies en alta mar
o el mar resonará con agua dulce,
descenderá la estrella de la Osa glacial
y gozará del ponto prohibido antes de que los pueblos cesen en tu alabanza.
ACTO QUINTO.
Habla el Coro: Cuéntanos, muchacho, te lo rogamos, la desgracia de Hércules y con qué actitud ha soportado el Alcida la muerte.
Habla Filoctetes: Como nadie la vida.
Habla el Coro: ¿Hasta llegó a lanzarse alegre a las últimas llamas?
Habla Filoctetes: Él ha demostrado que las llamas no son nada. ¿Qué ha dejado Hércules bajo este cielo que no pagara el tributo de su derrota? Ahora ya lo ha dominado todo.
Habla el Coro: En medio del fuego, ¿qué actitud adoptó su valor?
Habla Filoctetes: El único mal que en la tierra aún no había vencido, la llama, hasta ese ha sido vencido. Ella también ha venido a añadirse a las fieras; el fuego ha pasado a formar parte de los trabajos de Hércules.
Habla el Coro: Vamos, dinos de qué modo fue vencida la llama.
Habla Filoctetes: Cuando todo el triste grupo se abalanzó sobre el Eta, a manos de uno el haya perdió su
sombra y, después de cortada, quedó con su tronco
entero en tierra; otro doblegó con ímpetu un pino que
amenazaba a los astros y lo hizo caer de en medio de
las nubes: al desplomarse removió los peñascos y
arrastró consigo al bosque de menor altura.
Una encina de Caonia, profética antaño, se yergue
a gran altura y con enorme copa; no deja entrar a
Febo y extiende todas sus ramas por encima del bosque.
Gime amenazadora con las muchas heridas recibidas, destroza las cuñas, rebota el acero al golpear en
ella y el hierro sufre heridas y resulta poco duro.
Al fin se removió; su caída llevó consigo un amplio
destrozo y, al punto, el lugar dejó entrar a raudales los
rayos del sol.
Expulsadas de su morada, las aves revolotean por el claro de luz abierto en el bosque y echan
de menos, parlanchínas, con sus alas cansadas, la arboleda.
Y ya han crujido todos los árboles e incluso las sagradas encinas han sentido el horror de una mano
armada de hacha y a ningún recinto sagrado del bosque
le ha servido de nada su antigua espesura.
Todo tipo de árboles son amontonados y sus troncos entrecruzados levantan hasta los astros la sagrada
pira de Hércules: el pino, que hará prender las llamas, y el resistente roble y la encina, f árbol de menos estatura; y se amontona en la pira un bosque de álamos,
adorno de la frente de Hércules.
En cuanto a él, como un enorme león que en el
bosque de los nasamonesruge, herido, echado sobre
su pecho, así es llevado. ¿Quién creería que es arratrado a las llamas? Su rostro es el del que se dirige
hacia las estrellas, no hacia el fuego, cuando sintió su
peso el Eta y con sus ojos recorrió toda la pira.
Al ser
colocado encima, rompió los troncos. Pidió el arco y
dijo:
«Recibe, hijo de Peante, estos dones, regalo del cida: éstas las ha probado la hidra; gracias a ellas
yacen las Estinfálides y cuantos otros males yo he
vencido de lejos. Joven afortunado por tus futuras
victorias, estas armas no las lanzarás nunca en vano
contra el enemigo; incluso si tú quieres arrancar unas
aves de en medio de las nubes, descenderán las aves y lloverán tus dardos desde el cielo tras haber hecho
blanco en la presa.
Y este arco nunca defraudará a tu
diestra: él ha aprendido a equilibrar los dardos y a
señalar una huida certera a las saetas; los dardos, por
su parte, no equivocan el camino, una vez lanzados
por la cuerda. Tú preocúpate sólo, te lo ruego, de prepararme los
fuegos y la antorcha postrera».
«Esta maza» — dijo— , «que no ha podido abarcarla
ninguna mano, arda conmigo en medio de las llamas:
este arma será la única en seguir a Hércules. Esta también la recibirías tú» —dice— «si pudieras llevarla.
Que contribuya a la hoguera de su dueño».
Luego pide que ardan con él los fieros despojos del mal de Nemea; desapareció la hoguera bajo aquel
despojo.
Empezó a gemir toda la turba y a nadie dejó sin
lágrimas su dolor.
La madre, enloquecida por la desgracia, abrió su
pecho lleno de ansiedad y golpeó en señal de duelo sus senos descubiertos hasta el vientre e, increpando
a gritos a los dioses del cielo y al propio Júpiter, llenó
todo el lugar con sus gritos de mujer.
«Indigna estás haciendo, madre, la muerte de Hércules; reprime las lágrimas» —dijo—; «que tu dolor
de mujer vaya por dentro... ¿Por qué hacer con tu llanto que Juno pase un día alegre? Ella disfruta viendo
las lágrimas de su rival.
Reprime ese débil corazón m,
madre: es una impiedad que te destroces los senos y
el vientre que me dieron la vida»,
Y con terribles gritos, al igual que cuando condujo al perro por las ciudades argólicas cuando volvió vencedor del Erebo, con desprecio de Plutón y haciendo
estremecerse al hado, así se echó a la hoguera.
¿Qué vencedor, al celebrar su triunfo, se irguió tan
alegre sobre su carro? ¿Qué tirano dio leyes a los pueblos con aquel rostro? Qué porte tan sereno mantuvo! Se cortaron las lágrimas, quedó vencido el dolor
incluso en nosotros mismos, nadie se puso a gemir al
verlo perecer... Ya es una vergüenza llorar: hasta ella,
a la que su sexo la impulsaba al abatimiento, Alcmena,
quedó inmóvil con las mejillas secas y la madre se irguió casi con la misma actitud que el hijo.
Habla el Coro: ¿Y no lanzó hacia los astros ninguna plegaria a los dioses cuando estaba a punto de arder? ¿No volvió sus ojos hacia Júpiter para suplicarle?
Habla Filoctetes: Quedó tendido, seguro de sí mismo,
y, levantando al cielo la mirada, buscó con sus ojos si desde alguna parte de la ciudadela su padre lo estaba contemplando. Luego, tendiendo las manos dijo:
«Desde cualquier parte que estés viendo a tu hijo,
padre (a ti, a ti te invoco, a quien f echó de menos
una vez el día cuando se juntaron dos noches), si
mis glorias las cantan las dos costas de Febo y la raza escita y toda la región ardiente a la que abrasa el día,
si de paz está llena la tierra, si no hay ciudades que
giman, ni nadie mancha de impiedad los altares, si ya
no hay crímenes, admite, yo te lo ruego, este espíritu
entre los astros.
No me aterran los parajes abismales de la muerte ni los lúgubres reinos del Júpiter sombrío, pero me
ruborizo, padre, de ir como una sombra hacia aquellos
dioses a los que yo he vencido.
Aparta las nubes y difunde la claridad del día para
que los ojos de los dioses puedan contemplar a Hércules ardiendo. Aunque tú, padre, me niegues las estrellas y el cielo, tú solo te verás forzado: si algún grito
me arrancara el dolor ábreme entonces los lagos estigios y devuélveme a los hados... Reconoce antes a tu
hijo: este día va a hacer que yo parezca digno de los
astros. Poca importancia tiene lo hecho hasta ahora: este día, padre, descubrirá a Hércules o lo condenará».
Después que hubo dicho esto: «Que mi madrastra vea
de qué modo soporto yo las llamas». Reclamó tales
llamas. «Adelante, compañero del Alcida» —dijo—
«agarra sin cobardía la antorcha del Eta. ¿Por qué se
ha estremecido tu derecha? ¿Esa mano despavorida ha huido acaso de un crimen impío? Devuélveme ahora
mismo la aljaba, cobarde, inútil, indolente... ¡Vaya mano para tensar mi arco! ¿Por qué se asienta la palidez en tus mejillas? Lánzate a la antorcha con la
misma actitud que estás viendo en el rostro del Alcida
aquí postrado. Mira a uno que está a punto de arder,
desgraciado... Ahí lo tenéis, me llama ya el que me engendró y me abre los cielos. Voy, padre». Y su rostro
ya no era el mismo.
Con diestra temblorosa lancé la antorcha de pino
ardiendo. Huye hacia atrás el fuego, se resisten las antorchas y evitan sus miembros, pero a medida que
retrocede el fuego Hércules lo persigue.
El Cáucaso, o el Pindó, o el Atos creerías que estaba ardiendo. No se escapa ningún ruido; sólo se oye
gemir el fuego. ¡Oh, duro corazón! Hasta el descomunal Tifón puesto en aquella hoguera hubiese gemido y el fiero Encélado que, arrancando del suelo al Osa, lo colocó sobre sus hombros. En cambio él,
levantándose en medio de las llamas, a medio quemar
y destrozado, enrojecido, dijo sin vacilar: «Ahora eres
la madre de Hércules.
Así es como tienes que erguirte
junto a mi hoguera, así hay que llorar a Hércules».
Puesto en medio del fuego abrasador y de las amenazas de las llamas, sin moverse, inquebrantable, sin
contorsionar ni a uno ni a otro lado sus miembros al
ser devorados, da ánimos, aconseja, hace algo mientras arde. Va dando fortaleza de ánimo a todos los que
atienden a la hoguera: creerías que el que está ardiendo es el que aviva el fuego.
Está asombrada toda la gente y apenas se da crédito a las llamas: tal es la placidez de aquella frente,
tan grande la majestad de aquel varón.
Y no tiene prisa en ser consumido. Cuando que ya ha mostrado suficiente entereza ante la muerte,
arrastra de aquí y de allá troncos encendidos, pero en los que apenas había hecho presa la llama, y hace que
ardan por entero; por donde se desprenden más llamas los busca con intrepidez y fiereza.
Cubre entonces su rostro de llamas y le resplandecieron las espesas barbas; y, aun cuando ya el fuego
amenazador acosaba su rostro y las llamas le lamían la cabeza, no cerró los ojos.
Mas ¿Qué ocurre? Estoy viendo a esta desdichada
llevando en su regazo las reliquias del gran Hércules... Dejando caer su pelo desgreñado, Alcmena gime.
CAMBIAMOS DE TOMA Y ESTÁN FILOCTETES Y ALCMENA.
Habla Alcmena: Temed, dioses del cielo, a los hados.
¡Tan pequeño es el montón de la ceniza de Hércules!
;A esto, a esto ha venido a parar aquel enorme gigante! ¡Oh, Titán, qué mole tan inmensa reducida a la nada!
Un regazo de vieja, ¡ay de m í!, es capaz de acoger
al Alcida. Esta es su tumba... Mirad, apenas ha podido
Hércules llenar la urna entera. ¡Qué peso tan ligero es
para mí aquel sobre quien descansó todo el cielo como
un peso ligero...!
A los más lejanos dominios del Tártaro ibas tú
¡oh, feliz h ijo!, en otros tiempos con intención de
volver. ¿Cuándo regresarás de nuevo de la infernal
Éstige? No para que traigas otra vez un botín y te deba
Teseo otra vez la luz. Pero, ¿Cuándo regresarás tu
solo?
¿El mundo, cuando lo tengas encima, va a retener a tus sombras y el perro del Tártaro va a poder reprimirte?
¿Cuándo vas a forzar las puertas del Ténaro o a
qué gargantas de las que conducen a la muerte he de
ser llevada yo, tu madre? Te marchas a los manes con
intención de hacer un solo viaje...
¿Por qué consumo el día en quejas? ¿Por qué te mantienes entre miserias, vida? ¿Por qué te aferras a
la luz? ¿Qué Hércules puedo parir yo de nuevo para
Júpiter? ¿Qué otro hijo tan grandioso me va a llamar
a mi, Alcmena, su madre?
¡Oh, demasiado, demasiado feliz, esposo tebano:
entraste a los recintos del Tártaro, cuando tu hijo estaba en plena flor y tu llegada tuvieron que temerla los
infiernos, sólo porque llegabas tú, el padre de Hércules, aunque fueras falso!
¿A qué tierras voy a dirigirme yo, a mis años, odiada por los reyes crueles?... Si es que, a pesar de todo,
ha quedado algún rey cruel... ¡Ay, desgraciada de mí!
Todos los hijos que gimen por la matanza de sus padres exigirán que yo pague el castigo, todos se precipitarán sobre mí.
Si algún Busiris hijo o algún Anteo hijo siembran
el terror entre los pueblos de la región ardiente, yo
seré conducida como botín. Si alguien del ísmaro
quiere vengar los rebaños del sanguinario tracio, devorarán mis miembros los crueles rebaños.
Quizás
Juno airada pedirá venganza: f se inflamará f todo su
resentimiento... Ella se ha quedado, al fin, tranquila
por parte del Alcida, que ya está vencido; pero quedo
yo, su rival. ¡Ah, qué suplicios me impondrá para que yo no pueda parir! Este hijo ha hecho temible mi
vientre.
¿A qué lugares voy a dirigirme yo, siendo, como
soy, Alcmena? ¿Qué lugar, qué región, qué zona del
mundo me va a dar protección? ¿O en qué escondrijos
podré meterme yo, una madre que por causa tuya es
conocida por doquier? Si me dirijo a mi patria y a mis desdichados lares,
Argos está en manos de Euristeo.
¿Me dirigiré a Tebas y alísmeno, reino de mi esposo, y a mi lecho nupcial en el que un día vi yo a
Júpiter, siendo su preferida?
¡Oh, demasiado feliz, demasiado, si yo también hubiese sentido a Júpiter lanzando el rayo! ¡Ojalá de mis entrañas hubiese sido
arrancado el Alcida, cuando era una criatura!
Pero ahora se me ha dado tiempo, se me ha dado
ver a un hijo mío rivalizar en gloria con Júpiter, para
que también se me diera esto: ver lo que el hado era
capaz de arrancarme.
¿Qué pueblo va a vivir, oh hijo, acordándose de ti? Ya todas las razas son desagradecidas...
¿Me dirigiré a Cleonas?.
¿A los pueblos de los
arcadios me dirigiré y buscaré unas tierras ennoblecidas por tus méritos? Aquí cayó una espantosa serpiente, aquí un ave feroz, aquí un rey sanguinario, aquí fue destrozado por tu mano el león que, ahora que
tú estás sepultado, ha tomado posesión del cielo.
Si la tierra es agradecida, cualquier pueblo ha de
defender a tu Alcmena.
¿Me dirigiré a las gentes de
Tracia y a los pueblos del Hebro? También esta tierra
fue defendida por tus hazañas. Arrasados están los establos junto con el trono: aquí llevaste tú la paz
postrando ai sanguinario rey. Pues, ¿Dónde la has
negado tú?
¿Qué sepulcro podré buscarte yo, una pobre vieja?
Que el mundo entero se dispute tu pira. ¿Qué pueblo
o qué templos, qué naciones reclaman las reliquias del
gran Hércules?
¿Quién, quién pide, quién solicita la carga que lleva Alcmena?
¿Qué sepulcro, hijo, qué tumba es suficiente para
ti? Este mundo entero. Tu fama te servirá de epitafio.
¿Por qué, tiemblas, alma mía? Tienes en tus manos
las cenizas de Hércules, abraza esos huesos: las reliquias ofrecerán ayuda, bastarán como defensa, hasta tu sombra va a ser el terror de los reyes.
Habla Filoctetes: Aunque tu hijo los merece, desde luego, refrena esos llantos, madre del glorioso Alcida. No hay que llorar ni amenazar con una funesta muerte a aquél que con su valor les cortó el camino a los hados: es su eterno valor el que impide que se 1835 llore por Hércules. Los valientes no consienten la aflicción, los cobardes la imponen.
Habla Alcmena: ¿Lograré calmar las quejas yo, su madre, habiendo perdido al vengador de la tierra y de
la mar y de todo cuanto el día, encendido como la
púrpura, contempla desde un extremo a otro del Océano con su brillante rueda?
¡A cuántos hijos ha sepultado en uno solo esta 1840
pobre madre! Yo no tenía reino, pero podía repartir
reinos.
He sido la única, entre todas las madres que hay
sobre la tierra, que se ha abstenido de hacer súplicas,
nada he pedido yo a los dioses del cielo, cuando estaba
a salvo mi hijo: ¿qué no era capaz de darme el ardor
de Hércules? ¿Qué dios iba a ser capaz de negarme algo a mí? Mis plegarias estaban en esta mano: cuanto me negara Júpiter, me lo daría Hércules.
¿Qué ser como éste llevó en su vientre alguna madre mortal?
Lloró a raudales una madre, cuando quedó inmóvil por haberle sido arrancados todos los frutos de su vientre y tuvo que lamentar en un solo duelo a su
rebaño de dos veces siete hijos. ¡A cuántos rebaños
se podía equiparar aquel hijo mío! Aún faltaba un
ejemplo sublime de madre desdichada: Alcmena lo va
a dar.
Basta, madres, si es que a algunas un dolor obstinado os obliga todavía a llorar o un profundo duelo
os convierte en rocas rendíos todas ante estas desgracias.
Adelante, ¡oh, desdichadas manos!, golpead este
pecho de anciana.
¿Y será suficiente para un duelo tan grande una pobre anciana, agobiada por los años, a la que ya en
breve la va a reclamar el orbe entero?
Desata, no obstante, en duelo esos brazos, aunque
agotados, para dar envidia a los dioses con tu lamento;
haz acudir al duelo a todo el género humano.
Llorad, lanzad lamentos por el hijo de Alcmena
y del gran Júpiter, en cuya concepción se perdió un día, y dos noches
juntó la aurora: ahora se ha perdido
algo más que la luz.
Formad un duelo juntos
todos los pueblos, cuyos crueles tiranos hizo él que penetraran en la morada estigia
e hizo que depusieran su espada, humedecida en sangre de su gente.
Pagad, con vuestro llanto tan valiosos servicios.
Resuene todo el orbe, todo el orbe entero.
Que llore a Hércules la azulada Creta,
que es tierra preferida del gran Tronador:
que un centenar de pueblos se golpeen los brazos ahora los curetes, ahora los coribantes,
blandid en vuestra mano las armas sobre el Ida.
Para llorar a Hércules las armas son lo propio.
Ahora, formad ahora un auténtico duelo:
yace muerto el Alcida que no es menor, ¡oh, Creta!,
que el propio Tronador.
Llorad la muerte de Hércules, arcadlos,
pueblo de antes de que Febe naciera;
que resuenen las cumbres del Partenio y Nemea,
que los golpes del duelo lleguen a herir al Ménalo.
Gemidos pide para el gran Alcida
el jabalí que fue abatido en vuestros campos y el ave que velaba con sus alas toda la luz del día,
a la que él obligó a seguir sus saetas.
Llora, llora, Cleonas en la Argólide.
Aquí al león que antaño tus murallas
llenaba de terror lo destrozó
la diestra de mi hijo. Madres de Bistonia,
azotad vuestros cuerpos y que resuene el duelo
en el helado Hebro; llorad al Alcida pues ya no nacen niños para los establos,
ni el rebaño devora las entrañas vuestras.
Llore la tierra liberada de Anteo y la zona arrancada al fiero Gerión.
Unios a mi duelo pueblos desdichados,
que oigan los golpes una y otra Tetis.
También vosotras, turba del cielo apresurado,
llorad, divinidades, la desgracia de Hércules: el cielo vuestro mi Alcida lo ha llevado
sobre sus hombros, dioses,
cuando Atlas, el que lleva el estrellado Olimpo,
se libró de su carga y respiró.
¿Dónde están ahora, Júpiter, vuestras cindadelas? ¿Dónde el palacio del cielo prometido?
Desde luego, el Alcida que ha muerto es un mortal;
desde luego, ha quedado sepultado. [dos!
¡Cuántas veces te ha ahorrado tus llamas y tus dar-
¡Cuántas veces tenías que haber lanzado fuegos!
Lanza al menos tu llama contra mí,
considérame Sémele.
¿Ya has alcanzado, ¡oh hijo!,
las moradas Elisias, ya la costa
hacia la cual convoca a los pueblos la naturaleza?
¿O acaso, tras haberle robado el perro, la sombría te ha cerrado el camino, Éstige
y en los mismos umbrales de Plutón
los hados te retienen? ¿Qué tumulto
conmueve ahora, hijo, a las sombras y a tos manes?
Huye el barquero, llevándose la barca; revueltos los centauros, golpean sus pezuñas de Tesalia
la atónita morada de los manes y la hidra, aterrada, ha sumergido
bajo las aguas sus reptiles? ¿A ti
te tienen miedo, oh, hijo, tus trabajos?
No es eso; yo me engaño en mi delirio. Ni te temen los manes ni las sombras.
La piel robada al león de la Argólide
cubierta de rojiza cabellera
no cubre tu hombro izquierdo con su aspecto terrible,
ni rodean tu frente los dientes de la fiera. Tu aljaba ya no está, pues la donaste,
y tus dardos los va a lanzar ahora una diestra más débil.
Tú vas sin armas, hijo, por las sombras
entre las cuales vas a quedar siempre.
CAMBIAMOS DE TOMA, AHORA SUENA LA VOZ DE HERCULES JUNTO A FILOCTETES Y ALCMENA.
Habla Hércules.: ¿Por qué, ahora que he aleanzado los reinos del estrellado polo y que por fin he sido devuelto al cielo, vas a hacer con tu llanto que tenga que sentir el hado? Basta ya, pues mi valor me ha abierto camino hasta los astros y hasta los propios dioses celestiales.
Habla Alcmena: ¿De dónde sale, de dónde, ese sonido que mis oídos hiere? haciéndolos temblar? ¿De dónde sale él estrépito que corta mis lágrimas? Bien sé que el caos está vencido... ¿Desde la Éstige, hijo, vuelves de nuevo a mí y la espantosa muerte más de una vez ha sido derrotada? ¿Por qué, por qué el profundo abismo no ha conseguido retener tus sombras? ¿Qué han temido de ti los manes? Di, te ruego. ¿Es que para Plutón hasta tu sombra es demasiado horrible?
Habla Hércules.: No me retienen los pantanos del Cocíto con sus lamentos, ni la sombría popa ha transporta1965 do mis sombras. Basta ya, madre, de lamentos. A los manes y a las sombras sólo los vi una vez. Cuanto por parte tuya había en mí de mortal, el fuego, al que yo vencí, se lo ha llevado: la parte de mi padre ha sido entregada al cielo; la tuya, a las llamas. Por tanto, deja ese duelo que es como el que ofrece una madre a un hijo vulgar. Queden los lamentos para los viles: el valor hacia los astros tiende; hacia la muerte, el temor. Apareciéndome desde los astros, madre, yo, el Alcida, te hago este vaticinio: el sanguinario Euristeo te pagará en seguida el castigo que te debe; yendo sobre tu carro, pasarás por encima de su soberbia cabeza. Yo tengo ya que entrar en la región celestial: a los infiernos yo, el Alcida, los he vencido de nuevo.
Habla Alcmena: Quédate un poco... Desapareció de la vista, se va, hacia los astros es llevado. ¿Me engaño o mis ojos están seguros de haber visto a mi hijo? El espíritu de los desdichados es incrédulo... Eres una divinidad y perteneces al cielo para siempre triunfador; así lo creo yo. Me dirigiré a los reinos de Tebas y cantaré a la nueva divinidad que acaba de ser añadida a los templos.
Habla el Coro:
Nunca el noble valor es conducido
a las sombras estigias. Vivid con valentía
y los hados crueles no podrán arrastraros
por los ríos leteos, sino que, al consumirse
vuestros días y llegar la última hora,
la gloria os abrirá camino hacia los dioses de allá arriba.
Y tú, gran vencedor de fieras y pacificador del orbe, asístenos:
vuelve la vista ahora también a nuestras tierras
y, si acaso una bestia de inusitado aspecto
sacude a nuestros pueblos con funesto terror,
destrózala, arrojándole un rayo de tres puntas:
incluso con más fuerza que tu padre
has de lanzar los rayos.
FIN
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