Creepypasta: No hay gente rara.
Y ella caminaba por los pasillos del instituto como un espectro retornado, Tomoko Kuroki, la mujer que fue muchacha en tiempos de risas torpes y silencios rotos, ahora de regreso para una reunión de exalumnas donde no había rostros conocidos. Las paredes estaban cuarteadas, el yeso parecía descascarado como piel muerta bajo el sol, y los ventanales empañados dejaban pasar una luz sucia que apenas iluminaba el linóleo gastado. Vio a los perdedores de turno, sombras flacas con mochilas hundidas y miradas bajas, muchachos y muchachas que arrastraban los pies como si el mundo ya los hubiera aplastado antes de empezar. Los catalogó en su mente con un desprecio viejo, automático: el gordo del acné, la chica de las trenzas deshechas, el que murmura solo. Nadie la miró, y ella no esperaba que lo hicieran.
Tenía treinta y seis años, y los llevaba como una carga de leña seca sobre los hombros. No había traficado armas como le juró a Yuu Naruse en noches de delirio adolescente, ni escalado los peldaños de alguna empresa miserable, ni mucho menos convertido en oro las bobadas del festival escolar, aquella película que rodaron entre risas y tropiezos. Todo eso se deshizo en el aire, polvo que el viento se llevó. Ahora era ama de casa, una figura corriente que limpiaba mocos y preparaba arroz mientras sus dos hijos correteaban como bestias pequeñas. En las horas muertas jugaba videojuegos, matando enemigos digitales con la misma apatía con que fregaba platos, sus dedos torpes sobre los botones como si aún buscaran algo.
Llegó al comedor, un salón vasto y silencioso donde las mesas de formica estaban rayadas por años de cuchillos y codos. En una de ellas vio un patrón grabado, líneas torcidas que formaban un campo de Yu-Gi-Oh!, un eco de batallas infantiles tallado por manos aburridas. Recordó cómo en su juventud esas cosas eran vergüenza, juegos de cartas para los parias, los que no encajaban ni en las sombras. Metió la mano en su chaqueta buscando el teléfono, pero encontró en su lugar una baraja vieja, cartas gastadas de monstruos y trampas. Sus hijos, pensó, esos diablillos debieron deslizarlas ahí para robarle el móvil, un trueque del destino que no le sorprendió. Las dejó reposar en su palma, pesadas como un augurio.
Entonces los vio: cuatro chicos de quince años, flacos y audaces, con ojos que la estudiaban desde el otro lado del comedor. Su pelo era un nido revuelto, sus ojeras dos pozos oscuros, y les sonrió, una mueca torcida que les dio permiso. Se acercó a la mesa y se sentó con las piernas abiertas, las cartas cayendo sobre la superficie como ofrendas.
- ¿Juegan? - les preguntó.
Ellos avanzaron con la confianza de quienes han domado dragones de papel de última generación, mirando las reliquias de Tomoko, cartas de tiempos antaños y héroes muertos. No la respondieron, pero se acercaron, reconociendo en su presencia un desafío mudo bajo la luz taciturna que se colaba por las ventanas.
- ¿No estás muy vieja para esto? - soltó el más atrevido, un mocoso de pelo rapado y camiseta floja. El comedor estaba vacío, el eco de sus palabras rebotando en las paredes mientras afuera la reunión se deshacía en un baile absurdo, una mezcla de nuevos y antiguos que no le importaba. Tomoko barajó sus cartas y las puso en posición, su rival haciendo lo mismo con dedos rápidos. Pensó en sus amigas, un ayer que no volvería: Yuri Tamura, tal vez profesora ahora, rompiendo narices de alumnos insolentes y enfrentando juicios; Nemoto Hina, doblando gemidos en animes baratos de medianoche; Masaki Yoshida, perdida en un callejón con una jeringa, maldiciendo a Disney por otra abominación de carne y hueso de lo que una vez fueron clásicos modernos. Las cartas cayeron, y el juego comenzó.
Ella los miró, a los cuatro chavales que se alzaban como buitres jóvenes sobre un cadáver fresco. Uno se sentó frente a ella, un muchacho de ojos rápidos y dedos nerviosos que dispuso sus cartas con la precisión de un cirujano. Los otros tres se encorvaron a su alrededor, espaldas huesudas bajo camisetas desgastadas, murmurando entre sí como perros hambrientos. Tomoko barajó su mazo con manos torpes, el crujido del cartón viejo resonando en el comedor vacío, y el chico comenzó. Volteó cartas nuevas, brillantes, nombres y símbolos que ella no reconoció, un ritual de diez movimientos en su primer turno, un despliegue de poder que no atacó, solo esperó. Ella lo observó, inmóvil.
Tomoko jugó su turno, tres movimientos lentos, un arrastrar de cartas que apenas alteró la mesa. Pasó.
- ¿Qué la trae por aquí? - cuestionó el atrevido, el mismo de antes.
- Viene a la reunión de exalumnos, seguro - soltó otro, un flaco de pelo oscuro.
- Esa no viene a la reunión- gruñó el tercero que no jugaba, un gordo con granos que la miró de arriba abajo. - Nadie vendría a algo tan importante disfrazada como el vagabundo de la esquina.
Tomoko no dijo nada, pero pensó; "qué cabrones más atrevidos". Recordó entonces un fin de año lejano, escondida con otros idiotas tras una baranda de piedra en lo alto de un edificio frente a un motel, espiando sombras copulando tras las cortinas, su aliento empañando el aire frío. Había sido lujuriosa entonces, un animal joven y hambriento, pero ahora, con dos hijos y un marido que pasaba 9 horas al día en la oficina, el sexo era solo una cosa más que lavar de las sábanas.
Los turnos avanzaron, un lento desangre de cartas. Las suyas caían como hojas secas, y el chico frente a ella empezó a burlarse, su lengua afilada cortando el aire. Habló de torneos locales, tugurios oscuros donde hombres hinchados de grasa y soledad se apiñaban, lugares donde el aire que te daba de cara te llenaba de colesterol.
- No hay mejor lugar que ese para entrenar - dijo su oponente sin quitar los ojos de las cartas. - Puedes ver las jugadas, todas las que quieras, y te vuelves el más fuerte. Los otros asintieron, un coro de ratas.
Tomoko sonrió, una grieta en su rostro cansado. - Si estás tan seguro, apuesta ahora todas tus cartas. Haré lo mismo.
Los ojos del chico se abrieron, brillando al ver las reliquias de Tomoko, cartas de coleccionista poco gastadas por su prácticamente nulo uso tras el paso del tiempo, y él, que iba ganando, no lo dudó. Aceptó.
La partida se torció, un nudo que se apretaba. A Tomoko le quedaban diez cartas, sus puntos de vida pendiendo de un hilo, y su cara traicionó un nerviosismo que no pudo esconder.
Uno de los chicos, un mocoso de dientes torcidos, señaló un mechón plateado en su pelo desgreñado. - ¿Por qué lo tiene así? ¿En su juventud fue de esas jugadoras que se pintaban el pelo como en el anime?
Ella no lo miró, los ojos entrecerrados centrados en el mazo, y el recuerdo de Asuka cruzó su mente como un relámpago. Guapa, animadora, una promesa que ahora tal vez bailaba en un bar de striptease, billetes arrugados cayendo de manos temblorosas, perdedores como Yoshinori Kiyota que gastaban allí sus ahorros, mientras Wada, vestido de mujer, se vendía en la esquina de enfrente por unas monedas.
- Regalo de una amiga - dijo al fin, su voz seca. - El tinte no se va por mucho que lo lave.
Pensó en Asuka otra vez, en su risa fácil y sus pasos ligeros, y se preguntó si el mundo la habría masticado igual que a ella. El chico de enfrente seguía jugando, su entusiasmo un fuego inútil que ardía sin calentar. A Tomoko solo le quedaba un monstruo en la mesa, sus puntos de vida rozaban el cero, el muchacho tenía una victoria al alcance de su mano.
Entonces Tomoko ganó. Deslizó una carta desde la manga, un movimiento ilegal y furtivo aprendido en noches de aburrimiento, y la dejó caer, una baraja de 5 cartas de cara con un veredicto. Exodia el prohibido sobre el tablero, una victoria inmediata que terminó la partida en ese mismo instante.
El chico gritó, su rostro enrojecido, - ¡Hizo trampas! - Pero Tomoko se inclinó hacia delante riendo, quitándole las cartas de la mesa.
- Pregúntale al árbitro - dijo, mientras los tres amigos lo rodeaban, llamándolo imbécil por apostar, sus voces un zumbido de moscas sobre carne muerta.
Ella rió más, un sonido ronco y orgulloso que llenó el comedor, pero por el rabillo del ojo vio algo: una figura de brazos cruzados, una cara fácil de dibujar que la miraba con una mezcla de admiración y desprecio. Era Emiri Uchi, inmóvil como un juez antiguo, sus labios susurrando "qué repulsiva" antes de girarse y caminar hacia el baile. El aire se espesó, y el eco de años pasados heló la sangre de Tomoko.
Se levantó, y la siguió. Pensó que tal vez Uchi la había visto hacer trampas, y eso la pinchó como una espina vieja. Sus pasos la llevaron al deportivo, transformado en una pista de baile improvisada. Luces parpadeantes colgaban de cables sueltos, rojas y azules, bañando el suelo de madera en un resplandor febril. Adolescentes y adultos se mezclaban, cuerpos torpes girando al son de una música pop estridente, altavoces baratos retumbando contra las paredes de cemento. Mesas plegables al fondo sostenían bandejas de onigiri y botellas de té frío, y el aire olía a sudor adolescente y perfume barato. Era un baile de instituto japonés, un ritual de risas forzadas y pasos descoordinados, y en medio de él, Uchi avanzaba como un espectro entre los vivos.
Tomoko cruzó el deportivo hasta la mesa, un altar improvisado de bandejas y latas, ignorando el estruendo de la música y fingiendo que Uchi no era más que un borrón en su visión. Tomó un vaso, vertió té con dedos torpes, y miró a la gente girar en la pista, sombras sin rostro bajo luces enfermas. Adultos y jóvenes se mezclaban, pero no reconoció a nadie, ni una chispa de memoria en sus ojos cansados. Pensó que ojalá estuviera Kotomi Komi- se llame, la idiota de las gafas, solo para odiarla de nuevo; la última vez que supo de ella, su hermano le había puesto una orden de alejamiento por acosarlo como perro hambriento. El té sabía a nada, y el ruido le arañaba los oídos.
Buscó a su hermano con la mirada, un hábito viejo, mientras escaneaba la pista. Cuando entró al instituto, se había jurado hablar con él una hora cada día, el único que no le hacía cerrar la garganta. Pero él no estaba ahí, claro, estaría perdido en algún campo embarrado entrenando a un equipo de fútbol de tercera, soñando con estrechar la mano de Messi en vez de cargar con una esposa o hijos. Tomoko tragó el té, un sorbo amargo, y se preguntó si alguna vez se habían entendido, o si solo habían sido dos idiotas gritándose en la niebla.
Entonces sus ojos chocaron con los de Uchi. La encontró entre la multitud, su rostro de líneas rectas cortando el aire, y por primera vez en todos esos años vio un esbozo de sonrisa, un filo cruel en su cara de emoji. Ucchi estaba rodeada: fracasados con camisas arrugadas, promesas del tenis femenino con coletas altas, perras de instituto pintadas como payasos, buenos para nada con latas en la mano, pajeros de ojos vidriosos. Uchi los ignoraba a todos, un juez entre plebeyos, y caminó hacia Tomoko con pasos lentos, el gentío partiéndose como carne bajo un cuchillo.
Se plantó frente a ella, su sombra cayendo pesada. Tomoko, encorvada en su metro cincuenta y cinco, alzó la vista al metro sesenta y siete de Uchi, una torre de carne y hueso que apenas había cambiado. Ropa de calle común, anodina, pero pantalones de policía colgaban de sus caderas, dos esposas brillando como trofeos a los lados. Tomoko vio una marca cerca del bolsillo, un bulto que asumió era una pistola y no un miembro viril crecido en la noche. Uchi no dijo nada, solo la miró, su presencia un peso que aplastaba el aire entre ellas.
Tomoko giró la vista al vaso vacío, luego a las cartas en su chaqueta, cualquier cosa para no enfrentarla. Pero Uchi se puso a su lado, hombro con hombro, mirando el baile con esos ojos bidimensionales que no parpadeaban. Los reflejos del techo danzaban en las ventanas, destellos rojos y azules, y la música chirriaba en los altavoces como un animal herido. Tomoko se lamió los labios y rió, un sonido corto y seco: alguien había echado alcohol al té, un milagro en esta fiesta de idiotas sobrios.
Las sombras en las paredes eran grotescas, figuras de jóvenes y viejos retorcidas por la luz del sol que caía hacia un anochecer temprano. Uchi seguía ahí, su cara de emoji inmóvil como piedra tallada. En la pista, una chica que no llegaba a los diecisiete coqueteaba con dos mayores de diecinueve, un trío sacado de un dōjinshi sucio, sus risas cortando el aire. Prometía cosas con los ojos, cosas que terminaban en fluidos y no en espuma.
Tomoko esperó el comentario de Uchi, un latigazo que no llegaba. La chica en la pista alzó la voz, sus labios formando un "claro que puedo con dos a la vez". Estiró la pierna hasta la cabeza, un alarde de flexibilidad, pero el tobillo resbaló en un charco de té y cayó. Su cráneo golpeó la madera con un crujido sordo, y la sangre se escurrió en hilos rojos sobre el suelo. Los dos tipos se llevaron las manos a la cabeza, el gentío se abrió, y algunos dejaron de bailar para gritar por ayuda.
Tomoko giró hacia Uchi, esperando que hiciera algo, que sacara las esposas o la pistola, cualquier cosa de policía. Pero Uchi solo sonrió, una grieta fina en su rostro plano, y susurró: "Qué repulsiva". Tomoko volvió a mirar: dos profesores llegaron, arrastraron a la chica fuera, los tipos siguiéndola como buitres tras carroña. El resto volvió a sus charlas y sus pasos torpes, como si la sangre no hubiera estado nunca ahí.
Tomoko abrió los ojos hasta donde las ojeras se lo permitieron. Uchi estaba a su lado, sopesando el vaso como si midiera el peso de un alma.
- ¿Por qué esta puta fiesta no termina con eso? - soltó Tomoko en voz alta, las palabras escapando como un eructo sin querer.
Uchi giró la cabeza, lenta, y dijo - ¿Tú crees que debería, Mokochi?
El apodo, un eco dulce de Yuu Naruse, cortó como un cuchillo en manos torpes. Tomoko frunció el ceño, la bilis subiéndole al pecho, mientras Uchi daba un trago al té, dejaba el vaso con un golpe seco y lo arrojaba a la pista. Rodó entre manchas húmedas, un sacrificio más para los tropiezos futuros, y los pies de chicas de faldas cortas saltaron sobre él, los chicos torpes mirando pechos que subían y bajaban, ciegos a sus propios pasos.
Tomoko apretó el puño, los nudillos blancos contra la carne blanda. Uchi siempre le había parecido un espejismo, una máscara de chica popular que escondía una cosa posesiva, alguien capaz de pisar las cabezas que fueran necesarias, y alguna más, si con eso escalaba socialmente. La vio sonreír del todo, una grieta en su rostro de emoji, y meció el pelo, un amarillo miel que brilló casi fosforescente bajo las luces enfermas.
- ¿Qué te parece? - preguntó Uchi, su voz calmada como un río antes de desbordarse. - Somos las últimas de una generación de estudiantes. Yo diría que el resto de la clase tenía mejores cosas que hacer que estar aquí.
Tomoko intentó mirar más allá, pero el cuerpo de Uchi era un muro, alto y firme, brazos musculosos que podían estrellarla contra la mesa sin esfuerzo. Pensó, con un escalofrío que no admitió, que tal vez lo disfrutaría más que las noches tibias con su marido, y eso la hizo odiarse.
Una voz chillona cortó el aire, una profesora anunciando que en treinta minutos los fuegos artificiales estallarían en el cielo. Uchi no movió un músculo, pero a Tomoko le pesó. No era la voz de Ogino, la vieja maestra que debería estar pudriéndose en ese instituto a sus cincuenta y pico, sino una nueva, un reemplazo que gritaba lo lejos que todos se habían ido.
- Estos fuegos no me interesan - dijo Uchi al vacío, sin que nadie le preguntara, y arrancó la tapa de una botella de té frío con un crujido seco. Se echó el líquido al gaznate, y Tomoko vio cómo su garganta subía y bajaba tragando el contenido.
Tragó saliva, la lengua pesada, y habló, su voz temblando donde antes había sido acero. - Así que, somos las únicas dos idiotas que han decidido escapar un poco de la rutina viniendo aquí por nostalgia.
Uchi la miró desde arriba, sus ojos líneas negras sin fondo, sin juicio ni piedad. - No - dijo lentamente. - Tú eres la única idiota que ha hecho eso. Sacó una placa del bolsillo, metal frío que la marcaba como la oficial a cargo de ese edificio, ella solo estaba en la pista porque trabajaba allí.
Tomoko chistó la lengua, el insulto quemándole la garganta. - Pues entonces me voy, Emiri - escupió, y dio un paso para huir de esa sombra que la aplastaba.
Uchi tembló, un fuego de excitación invisible saliendo por su boca, y la agarró del brazo con dedos de hierro. Tomoko se giró, no esperaba esa furia, más porque solo encontró la misma cara de siempre.
- ¿Qué mujer no querría tomarse un respiro y ver los fuegos artificiales si pudiera? - dijo Uchi, su voz baja. - Un gran invento, la pirotecnia controlada.
Los pasos de baile seguían, un torbellino de cuerpos sudorosos, y la música cambió. Un riff rasgó el aire, "Watashi ga Motenai no wa Dou Kangaete mo Omaera ga Warui" de "Kiba of Akiba", un himno que Tomoko siempre pensó que hablaba de ella desde que Konomi Suzuki lo gritó al mundo. Era una maldición, y sintió que el universo entero se reía en su cara.
Uchi arrancó la tapa de otra botella con un chasquido seco y vertió té en un vaso de plástico, un líquido turbio que brilló bajo las luces parpadeantes. - Bebe - dijo, su voz plana como un veredicto. - Tal vez hoy tu alma sea reclamada.
Aún sujetaba el brazo de Tomoko, dedos firmes como grilletes, y ella lo tomó con mano temblorosa, pensando que si caía ahí, en ese suelo pegajoso, nadie vendría a buscarla.
- Siempre tuviste esa actitud - continuó Uchi, soltándola al fin mientras Tomoko tragaba el té amargo. - Esa apariencia de 'no hablo porque el mundo me odia'. ¿Era tu forma de ocultarte?.
Tomoko gruñó, un sonido gutural que salió de lo hondo - tú me has visto.
Uchi ladeó la cabeza, su pelo amarillo miel cayendo como un velo. - Supe que volverías, que serías una don nadie sin propósito. Te reconocí como te reconocí la primera vez que estuvimos a solas y me robaste la ropa interior. Ya entonces me resultabas repulsiva. Pero mírate, aún así ahora estás aquí conmigo.
Tomoko dio dos pasos atrás, el asco torciéndole la boca como si hubiera mordido carne podrida. Recordó aquel día, el primer encuentro a solas, un hotel de estudiantes tras el viaje a Tokio. Uchi había preferido a sus amigas antes que a ella, Yuri y Masaki, durante todo el viaje escolar, y justo el último día, le tocó compartir habitación con Tomoko, atrapadas viendo un programa idiota que adivinaba si eras virgen según caminos hipotéticos. Tomoko había soltado una burrada mirando a Uchi: "No te preocupes, ser virgen no es motivo para estar avergonzada". Ahora, con dos hijos y una primera vez perdida con el hombre que roncaba a su lado cada noche, pensó que perderla no había sido gran cosa, un revolcón más en el polvo. Se preguntó, fugazmente, si Uchi seguiría virgen o habría entregado eso también para trepar en su mundo de placas y esposas.
"Yo no estoy contigo", pensó Tomoko, negando el aire que las unía, y lanzó una pregunta afilada como un clavo - ¿Y qué hay de tu grupo de amigas? ¿Qué fue de ellas?.
- No me importa - dijo Uchi, su voz un muro sin grietas. Tomoko buscó un parpadeo, una fisura, pero no halló nada. - He venido aquí como ha venido cualquiera de estos - añadió, barriendo la mano hacia la pista. - ¿Y tú?
- No todo el mundo tiene que tener alguna razón para ir a alguna parte - gruñó Tomoko, las palabras pesándole en la lengua. Mentía, claro: había venido por si encontraba un rostro conocido, cualquiera menos esa maldita cara de emoji que parecía dominar cada átomo a su alrededor.
Uchi giró la vista a un rincón de la pista, donde un chico y una chica, recién conocidos esa noche, se devoraban con un beso que era más una excavación, manos torpes manoseándose bajo las luces rojas. No había profesores cerca, y los adultos en la pista eran sombras sin autoridad, pero Uchi se quedó mirando, inmóvil, contemplando esa indecencia como quien observa un cuadro. - Eso de allí - dijo, señalando, y Tomoko siguió su dedo para ver a los jóvenes en cuestión. - Calenturientos - murmuró. Luego apuntó a dos tipos en un banco, sus teléfonos capturando cada falda que subía demasiado - Esos de allí, depravados- . Señaló después a una mujer cerca de los treinta y ocho, desesperada, hablando con un chaval de diecinueve que debutaría esa noche sin saberlo, arrastrado por manos expertas. - Esa, aprovechada - . Finalmente, su dedo se detuvo, y Tomoko sintió el corazón golpearle las costillas como si le apuntaran con una Magnum 44. No era a ella, sino a las cartas en su bolsillo, las ganadas con trampas. - Y tú - sentenció Uchi. - Repulsiva.
Tomoko retrocedió otros dos pasos, la cara de Uchi un lienzo vacío que la sacaba de quicio, más aún por cómo soltaba verdades como si fueran piedras al río.
- Silencio - dijo Uchi, no mirándola, como si ordenara al aire mismo. - ¿Crees que esta gente está aquí sin ninguna razón? Yo no. Su indiferencia por la podredumbre que los rodea no los hace menos parte del problema. ¿Dónde has visto tú que adolescentes estén tan desesperados por el sexo en un baile de nuevos y ex alumnos?
Tomoko pensó que siempre había sido así, que el mundo era un pozo de lujuria interrumpido solo por guerras o turnos de fábrica, pero no habló. Miró a Uchi con cautela, y ella siguió.
- Te lo expondré de otra forma. Si ellos no tienen motivos para estar aquí pero aún así están, ¿no será que alguien más tenía motivos para traerlos? Y si es el caso, ¿sabes quién pudo haberlos traído?
Tomoko negó con la cabeza, un movimiento seco.
- Yo tampoco - dijo Uchi. - Quizás fue una diosa repulsiva, como tú, pero de rostro alegre y tejedora de destinos trágicos - . Dio un trago largo que vació la botella y se limpió la boca con la manga, un gesto burdo bajo las luces moribundas.
Tomoko miró la pista otra vez, la canción terminando con un estribillo que rasgaba el aire como una niña atrapada, transformada en bestia y rompiendo sus cadenas. Tal vez todos eran peones, idiotas esperando un guión que nunca llegaba, sus vidas garabatos en una lámina infinita. Su marido, sus hijos, sus amigas perdidas: todo se volvió ceniza en su mente, y las cartas en su bolsillo pesaron como plomo. Si no las hubiera traído, no habría topado con Uchi, no estaría atrapada en este diálogo. ¿Era esto una coincidencia, o algo más la había arrastrado aquí?
Uchi se ajustó el pantalón y la chaqueta, tiesa como un clavo en madera vieja, y sonrió, sus dientes brillando como faros en la penumbra. Otra canción comenzó, lenta, un eco de ending de anime que flotaba sobre la pista. - ¿Bailamos? - preguntó, tendiendo una mano.
Tomoko se apartó, el solo pensamiento de tocarla le helaba la sangre. - No, no sé bailar - gruñó, las palabras cayendo como piedras.
Uchi cerró los labios sobre sus dientes, pero la sonrisa no murió. - Una ceremonia repulsiva que no puede terminar - dijo. - Tú estás aquí, como si el universo te estuviera esperando. Algo repulsivo ocurrirá esta noche, y tú tienes que estar aquí. No he dejado de pensar en ti desde que me regalaste esos chocolates con forma de mierda. Antes creía que entendía el mundo, que encajaba, una muñequita bonita de fondo y unidimensional, pero tú lo cambiaste todo. Tú me has convertido en esto - . Se señaló de arriba abajo, las manos abarcando su figura como un trofeo.
El miedo de Tomoko se volvió ira, un calor subiéndole a las mejillas. - ¿Perdona? ¿Me llamas repulsiva por eso? ¿Porque tuve la buena voluntad de regalarte chocolate hace veinte años aunque no tuviera la forma de la jodida Venus de Milo?.
Uchi negó, su cara volviendo a esa máscara de póker. - No, es algo más. Podemos llamarlo un ritual si quieres, un evento repulsivo que incluye trampas en un juego infantil, una adolescente casi muerta por probar que ha crecido con un hombre, y unos fuegos artificiales que cierren la noche, su pirotecnia efímera haciéndonos sentir que viviremos para siempre. No mires a otro lado, tú no eres extraña a esa sensación. Quizás yo me he convertido en una extensión de ti en algún sentido que se nos escapa, igual que tú, culpando a alguien más de mi miseria, porque lo intenté y no fui popular.
- ¡Bueno, hasta aquí! - gritó Tomoko, la voz cortando el aire como un hacha. - No es mi culpa si no fui popular, y tú no eres quién para echarme nada en cara, maldita emoji depravada.
Uchi miró a la pista, la gente demasiado borracha o demasiado ciega para notar a las dos mujeres discutiendo, un torbellino indiferente.
Se encogió de hombros y se inclinó hacia Tomoko, su aliento rozándole la cara. - Cualquier acto repulsivo que ocurre sin que yo lo sepa, ocurre sin mi consentimiento - dijo, y señaló a la multitud con un dedo firme. - Míralos, mira a esa, la de pelo rosa con coletas.
Tomoko vio a una chica que no era Hina Nemoto, pero se le parecía demasiado, el mismo molde de virgen ansiosa por encajar sin arriesgarse. - Sabes quién es, reconoces su cara, porque es como si quien escribe estas historias solo supiera dibujar tres tipos de rostros y los alterna con otros peinados.
Tomoko tembló, sus pies empujándola atrás por instinto, y Uchi siguió, el dedo aún apuntando.
- Mírala, mira cómo esta situación le parece repulsiva y cómo murmura para ser escuchada por un dios en el que seguramente no cree. ¿Qué dices a eso? - . Tomoko no tenía palabras. La chica murmuraba, un susurro perdido en el ruido, y ella pensó en sí misma, en cómo una vez había dicho: "Yo no creo en dioses, soy más de jugar a matarlos". Ahora no encontraba eco para esas bravatas, la lengua muerta en su boca.
Uchi pareció satisfecha, dejó la botella en la mesa con un golpe sordo y se alejó sin despedirse. Tomoko quedó ahí, el corazón en un puño, el estómago revuelto como un saco de serpientes. Los cuatro chavales de antes la sacaron del trance, el mocoso al que había robado las cartas llorando de rodillas, mocos goteando al suelo mientras suplicaba. Los otros tres parloteaban, explicando por qué esas cartas eran su vida.
Tomoko había tenido suficiente, hasta ella lo veía repulsivo. Arrojó las cartas al muchacho con un "ni siquiera eran tan buenas, joder", y se encaminó al baño, el té barato y el alcohol subiéndole por la garganta. Empujó la puerta, y allí, en la penumbra, una mujer con los pantalones bajados y sentada en la taza la miró. Una cara de emoticono sonrió ante su sorpresa, un destello de dientes en la luz sucia, y la puerta se cerró como una trampa.
***
Uchi regresó a la pista de baile, un campo yermo donde el gentío se había disuelto como humo en el viento. Charcos más grandes de té y comida salpicaban el suelo, capas de mugre y pisadas endurecidas cubriendo el lugar donde antes la sangre había corrido, un borrón bajo la suciedad como si nunca hubiera existido. Los altavoces gruñían sin fuerza, una música lenta de baile de salón que arrastraba sus notas por el vacío, y en las grandes cristaleras los fuegos artificiales estallaban, chispas rojas y doradas que los ojos de Uchi contemplaron agraciados, vivos por primera vez en esa noche.
La chica de pelo miel extendió una mano al vacío, a un compañero que no estaba allí ni nunca estuvo. Silencio era su pareja, un manto pesado que la envolvía, y sus caderas se movían más ligeras, despojadas de las esposas y la pistola que antes colgaban como trofeos de una guerra sin fin. Dio un paso, luego otro, un vals lento sobre el suelo pegajoso, sus ojos fijos en los fuegos artificiales, y sintió que podía vivir para siempre, que el tiempo se rendía ante ella como un perro apaleado. Las estrellas cruzaban el cielo, las chispas de la pirotecnia trazaban arcos largos y efímeros antes de apagarse en la negrura, y Uchi danzaba con pies ligeros entre las manchas, un espectro entre ruinas.
Cantó entonces, un estribillo que brotó ronco de su garganta: "Temo por esos sentimientos del pasado, no quiero que sufran cambios". Estaba sola, bailando con la repulsión que nunca acabaría, un amor torcido que la sostenía y la consumía. Viviría por ella, decía, viviría para siempre. Podría desnudarse en esa pista, arrancarse la ropa y girar entre los charcos, y no sentiría nada que no llevara ya en los huesos. Dio un giro sobre una pierna, el pelo miel flotando como un halo enfermo, sin perder de vista ni una explosión en el cielo.
Dice que nunca morirá, bailando entre la mierda y el té derramado, dice que nunca morirá.
No importaba la chica del trío, ahora tendida en una camilla de enfermería con el cráneo abierto. No importaban las fotos de bragas circulando en la red, capturadas por manos temblorosas y enviadas al mejor postor en la oscuridad digital. No importaba lo que la mujer de treinta y ocho y el muchacho de diecinueve hicieran en el armario de las escobas, sus jadeos rebotando contra madera podrida mientras Uchi pasó de largo antes de volver a la pista. Nada de eso importaba, porque ella era más que eso ahora, una fuerza que no dormía, una diosa en un templo sin fieles, doblegando la existencia con cada paso.
Rauda iba al compás de la música, dominando un lugar donde no había nadie, sus movimientos un mandato mudo sobre un reino de sombras ausentes. Sus ojos se abrieron entonces, amplios y vivos, mostrando más emociones que nunca, un torbellino de risa y furia mientras danzaba. Reía porque decía que no moriría nunca, un eco que resonaba en las paredes desnudas, un grito contra la nada que la había parido.
Los últimos fuegos artificiales se apagaron en el cielo, destellos finales que se desvanecieron como promesas rotas. La gente se fue a sus casas, pasos torpes alejándose en la noche, y Uchi detuvo su danza, sola de nuevo como si nunca hubiera dejado de estarlo. Se frotó el sudor del brazo contra la frente, un gesto tosco para calmar una excitación que no cedía, que latía en su pecho como un tambor roto. El silencio volvió, pesado, y ella quedó allí, una figura inmóvil entre los restos de la fiesta, la respiración lenta bajo la luz.
Pasos entonces, pasos apurados y sorprendidos cortaron el aire, acercándose.
La chica de cabellos rosas irrumpió, corriendo hacia ella, el rostro pálido y los ojos abiertos como platos. - ¡Oficial, oficial! - gritó, su voz temblando en el vacío. - Tiene que venir al baño de mujeres, hay algo repulsivo allí.
Uchi no respondió, no movió un músculo, pero sus labios se curvaron apenas, un filo de sonrisa que sabía demasiado. "Sí, sí lo hay", pensó. "Y también vivirá para siempre".
Fin.
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