FC: la amistad de Maggie y Hannah.


El lunes por la tarde se arrastra como un perro cojo por las calles de Brightmoor, y el Fight Choir está en pausa, suspendido como una sentencia de muerte que nadie quiere firmar. Hay un soplón suelto, un chivato con lengua floja, y la policía de Detroit ha estado husmeando, metiendo sus narices grasientas en los callejones y sótanos donde las chicas sangran por gusto. Nadie sabe quién habló —tal vez Nora, con su maldita pureza, o quizás Rina, por pura rabia—, pero el rumor pesa como un ladrillo en el pecho de Hannah Kessler mientras camina hacia la vieja sala del coro, un rectángulo de cemento olvidado en el corazón del instituto. El sol cuelga bajo en el cielo, un ojo amoratado que sangra calor sobre el asfalto, y el aire huele a gasolina rancia y promesas rotas, un perfume que se le pega a la piel como mugre.

La sala es un cadáver hueco, grande, con una acústica que podría haber sido hermosa si alguien la hubiera cuidado. Tres cristaleras altas dominan la pared este, diseñadas para dejar entrar la luz como un faro de esperanza, pero ahora solo quedan dos: la tercera es un cráter de vidrio roto, reventada a pedradas por algún idiota con manos vacías y demasiada rabia, probablemente un pandillero de Gratiot buscando algo que destrozar. Los fragmentos brillan en el suelo como dientes arrancados, mezclados con latas de cerveza aplastadas y condones usados que se pudren en charcos de humedad. Las paredes de hormigón están agrietadas, vetas negras de moho trepando como moratones en la carne de un perro apaleado, supurando un hedor que es peor que un chucho mojado bajo la lluvia: una mezcla de orina, sudor y el eco químico de algo quemado en una cuchara. Grafitis desvaídos cubren cada centímetro —"Fuck CPS", "D12 RIP", un corazón torcido—, pero alguien los ha fregado con agua y jabón barato, dejando manchas borrosas como cicatrices mal curadas. Nora Zane, la única alma pura en este agujero, debió pasar una tarde con un trapo, tratando de limpiar lo que no se puede salvar.

No hay muebles, solo el esqueleto de lo que fue. Las sillas de madera que alguna vez llenaron la sala ahora calientan bidones callejeros, robadas y astilladas por manos desesperadas para encender un sol artificial en las noches de Detroit. Algunas terminaron en la iglesia del padre Wepner, apiladas en un rincón como reliquias de un cielo que no escucha. El suelo cruje bajo las botas de Hannah, un mosaico de cristales rotos y mierda seca que se clava en las suelas como un recordatorio: aquí no hay nada que valga la pena. Patea una piedra, un guijarro gris que rueda como un hueso suelto, y el sonido rebota dos veces —clac, clac— antes de chocar contra el órgano encajado en un mueble de la pared oeste. Es un trasto viejo, teclas amarillentas como dientes podridos, madera astillada que parece gritar no me toques. Hannah suelta una risa amarga, un sonido que raspa la garganta como papel de lija. Es la única pieza que nadie se llevó, no porque fuera sagrada, sino porque está soldada a un muro de carga. Sacarlo sería como arrancarle el corazón a un cadáver: todo se vendría abajo, polvo y escombros cayendo como lágrimas de cemento.

Sus ojos verdes, cansados como faros fundidos, recorren la sala. Sus manos, llenas de callos que parecen costras de guerra, tiemblan con una energía que no sabe dónde meter. Podría irse, salir de este mausoleo y dejar que se pudra solo, o podría darle un puñetazo a las teclas, ver si el órgano todavía sangra sonido. Pero algo la detiene: una partitura, hojas blancas en la cajetilla del mueble, asomando como dedos pálidos entre la mugre. Se acerca, pasos lentos y pesados, como quien camina hacia un gato muerto en la cuneta, esperando ver si las tripas ya se han descompuesto o si alguna enfermedad rara lo mató primero. Las hojas son nuevas, demasiado nuevas, papel limpio que brilla como un insulto en este basurero. Hannah ha visto ropa de "primera calidad" en los mercadillos de Eight Mile con más mierda encima que esas partituras. Es un anacronismo, un anillo de siete quilates atascado en el motor oxidado de un Chevy, algo que no pertenece aquí. El padre Wepner toca el órgano los domingos, o eso cree ella; desde que dejó el coro hace dos años, los himnos matutinos se ahogan bajo el ruido de Cómo conocí a vuestra madre en la tele de casa, Ted Mosby parloteando sobre amor mientras su madre ronca en el sofá.

Toma las hojas, dedos torpes rozando el papel como si fuera a quemarla. Sabe lo básico de música —do, re, mi, un eco del coro de su infancia—, y las toca en el aire, tamborileando un ritmo rápido contra su pierna. Las notas encajan, un sonido que le araña la memoria como uñas en una pizarra. Es como esa canción que suena a veces en la radio de Mick, The Sound of Silence, Simon y Garfunkel susurrando sobre oscuridad y mierda poética. Examina más, ojos entrecerrados, y ve letras bajo los pentagramas, tinta negra garabateada con una caligrafía que no reconoce: Padre nuestro, tú que estás… En los que aman de verdad. Mira a los lados, un reflejo inútil, como si esperara encontrar vida entre las ratas que corretean en las sombras. Nada. Solo polvo y el eco de pasos lejanos. Aclara la garganta, un carraspeo que suena a motor gripado, y algo se rompe dentro de ella, una chispa de la Hannah de quince años, la idiota que creía en cielos azules y salidas.

—Que el reino que se nos prometió —canta, voz ronca pero firme, un hilo de sonido que corta el aire como un cuchillo desafilado—. Llegue pronto a nuestro corazón. Que el amor, que tu hijo nos dejó, habite en nosotros.

Tose, un golpe seco que le raspa la garganta, polvo y el fantasma de cocaína quemada colándosele en los pulmones. El hedor de la sala es un puño invisible: moho, orina, droga cocinada en cucharas robadas. Rueda los ojos, resignada, y piensa que este lugar no la merece, que es un tumor que se traga todo lo bueno. Tal vez Sarah, su hermana, querría escuchar esta mierda, curarle los nudillos y asentir como si entendiera. Dobla las hojas en dos, el papel crujiendo como piel seca, y las guarda en el bolsillo de su sudadera, un peso nuevo contra su pecho. Gira sobre sus talones, botas pateando vidrio, y camina hacia la salida, pasos pesados que resuenan como tambores de guerra. Se detiene en el centro de la sala, el aire quieto como un cadáver, cuando escucha pasos acercándose. No son las suelas gastadas de zapatillas de segunda mano, el calzado de las cien almas condenadas que arrastran sus vidas por este instituto. Estos son pasos suaves, precisos, cemento rozado por algo caro. La puerta chirría al abrirse, un grito de motor lleno de piedras, y Maggie Torres entra, chaqueta Columbia gris impecable, llavero de piano tintineando como un desafío.

Maggie Torres y Hannah Kessler se clavan la mirada como dos perros callejeros oliendo sangre, el aire de la sala del coro espeso como alquitrán tibio. Maggie, detenida en la puerta chirriante, empieza a curvar los labios en una sonrisa de niña rica, dientes blancos brillando como faros en un barrio que no conoce la luz. Es hispana de piel clara y cabello negro liso que cae como cortinas de terciopelo barato, y su chaqueta Columbia gris cuelga impecable, un insulto a la mugre de Brightmoor. Hannah rueda los ojos hasta el fondo de su cráneo, un movimiento que duele como un músculo torcido, porque ya sabe lo que viene: una pulla afilada, un dardo envenenado envuelto en sarcasmo. Algo como ¿Qué pasa, Kessler? ¿Tus amigas con más moratones que rostro no salen a jugar hoy? La predicción es un eco en su cabeza, un disco rayado que conoce de memoria.

— ¿Qué pasa, Kessler? —suelta Maggie, y su voz es tan predecible como un partido de golf en un canal de mierda por cable—. ¿Pensando ya en qué esquina vender crack cuando tu vida social se caiga a pedazos como un castillo de naipes en un tornado?

Hannah pestañea, párpados pesados como losas de cemento, y el cansancio le pesa en los hombros como un saco de harina mojada. No responde, no podría aunque quisiera. No tiene ni puta idea de qué está haciendo aquí, parada en esta sala que apesta a meado y sueños rotos, merodeando por rincones seguros como un gato flaco buscando sobras. Arrepentirse de seguir respirando es su especialidad, un talento que brilla cuando no está metiendo los puños en la cara de alguien por voluntad propia. El sol amoratado se cuela por las cristaleras rotas, tiñendo el suelo de vidrio y condones con un resplandor enfermo, y Hannah siente que el mundo entero la está mirando, esperando que se derrumbe.

— ¿Por qué eres así, Torres? —pregunta, ojos entrecerrados como rendijas en una pared agrietada, su cuerpo encorvándose más, un arco de agotamiento que deja mechones pelirrojos caerle en la cara como alambres oxidados.

Maggie tiene un arsenal de respuestas ingeniosas, una lista de pullas afiladas como navajas guardadas en su lengua, pero esa pregunta la pilla desprevenida, un gancho al hígado que no vio venir. Pestañea, cejas arqueadas como arcos góticos en una iglesia en ruinas, y por un segundo, su fachada de niña rica titubea.

— Era solo un chiste, no lo tomes personal —dice, y empieza a caminar dentro de la sala, pasos rápidos pero medidos, sus deportivas OG negras golpeando el cemento en un compás perfecto, como un metrónomo en un garaje punk. Mantiene un metro y medio de distancia, un círculo invisible de seguridad, lista para girar las caderas y soltar un puñetazo a la mandíbula si Hannah se mueve mal. Sus brazos están tensos, músculos flacos pero duros como cables bajo la piel, y el llavero de tecla de piano tintinea en su cintura, un sonido que corta el silencio como un clavo en una pizarra.

Hannah no se mueve, una estatua de carne y cansancio plantada en el centro de la sala, pero una sonrisa empieza a treparle por la cara, lenta y torcida, un finna pop off grabado en los labios como un tatuaje fresco. Sus manos siguen hundidas en el bolsillo canguro de su sudadera, dedos rozando las partituras dobladas, y piensa: Por supuesto, quién más podría traer partituras de marfil fino a esta pocilga si no es la delicada niña Torres, con sus uñas cuidadas y su mierda de actitud de pasarela. El pensamiento es un cuchillo en su mente, afilado y brillante, y la sala parece inclinarse hacia ella, el hedor a moho y cocaína quemada apretándole los pulmones como un puño invisible.

Maggie se detiene a seis pasos del órgano, la luz taciturna —un resplandor grisáceo que se cuela por las cristaleras como sangre diluida— bañando la cajetilla vacía del mueble. Gira sobre sus talones, un movimiento fluido que parece ensayado, y clava la mirada en Hannah. Sus ojos son asesinos, pozos negros que no encajan con las pestañas largas y cuidadas, más perfectas que las de Taylor Swift en un video de mierda. Su postura es puro teatro, tallada a imagen y semejanza de una pasarela en la casa Kardashian: hombros rectos, barbilla alta, una modelo en un vertedero. El contraste es un puñetazo visual, y Hannah siente que el aire se espesa, un caldo de tensión que podría hervir y explotar.

— ¿Qué has hecho con ellas? —pregunta Maggie, señalando la cajetilla vacía con un dedo que parece un bisturí, su voz cortante como vidrio roto.

— ¿Yo? —Hannah se lleva una mano al pecho, un gesto teatral tan mal actuado que parece sacado de un sketch de secundaria—. Pero si solo he venido aquí para marcar territorio meando en esa esquina —hace un movimiento con la mandíbula hacia la otra punta de la sala, un rincón oscuro donde el moho trepa como venas negras—. Acusar a alguien sin pruebas es muy grave, Torres.

Maggie se yergue, columna recta como una viga de acero, y sus pasos avanzan firmes, sin titubeos, cada golpe de sus deportivas resonando como un tambor de guerra. El ambiente grita, un coro silencioso de aquí van a llover dientes, y la sala se tensa como un cable a punto de partirse.

— Primero, esa esquina está seca —dice Maggie, levantando los dedos uno a uno como si contara balas—. Segundo, no eres tan cerda aunque tu apariencia diga lo contrario, en serio, ¿le tienes miedo a los jabones o cuál es tu excusa? Tercero, si no me das las partituras en el perfecto estado en el que las dejé, lo que voy a dejar va a ser tu cadáver enfriándose aquí, Kessler.

Hannah siente un déjà vu, un fogonazo de esos que solo pasan en películas baratas de videoclub. Su costillar izquierdo arde, un eco caliente de la única pelea que tuvo con Maggie hace meses, un derechazo que le dejó la piel marcada como un mapa de carreteras rotas. Maggie no es solo una cara bonita, no es solo pestañas y pasarela; tiene puños como martillos y una derecha que podría tumbar a un caballo. Y aún así, Hannah saca las manos de los bolsillos, lentas y deliberadas, y aplaude tres veces, un sarcasmo puro al estilo Barney Stinson, cada palmada resonando como un disparo en el silencio. La sonrisa en su cara es un cuchillo, y el aire entre ellas vibra, un alambre de púas listo para cortar.

Maggie Torres cierra los puños, un movimiento preciso como un reloj suizo, pulgares fuera como si hubiera entrenado con manuales de boxeo robados de una biblioteca en ruinas. Sus nudillos sobresalen, blancos y afilados como picos de hielo en un congelador olvidado, listos para clavarse en carne o romperse contra un muro. Es blanca, piel pálida con un toque oliva heredado de su madre paraguaya, pero su postura grita privilegio intocable, una niña rica atrapada en el cuerpo de una luchadora de garaje. Hannah Kessler baja las manos, palmas abiertas como un trapo sucio colgando en el viento, una señal de que no va a empezar la pelea todavía. Pero su pierna derecha está a un suspiro de un montón de cristales y polvo, una mina terrestre improvisada que podría patear directo a los ojos de Maggie y convertirlos en un desastre rojo y ciego. La sala del coro es un ataúd de cemento, el aire cargado de moho y gasolina quemada, y el sol amoratado sangra por el ventanal roto como una arteria cortada.

— Era solo un chiste, no lo tomes personal —dice Hannah, remedando la voz de Maggie con un tono que suena a neumático pinchado, encogiéndose de hombros como si el peso del mundo le resbalara por la espalda—. Fuera de eso, felicidades, Sherlock, me tienes. Yo tengo tus partituras. Supongo que ser buena en deducción te viene de familia, ¿no? Con un padre detective privado fisgoneando en moteles baratos y una madre que conduce un patrullero por Eight Mile como si fuera una reina del asfalto. —Estira el brazo, dedos torcidos como si quisiera recoger agua de lluvia radioactiva en una copa rota—. Pero lo mejor es la hija, claro. Aparte de pianista de iglesia los domingos, soplona de primera para arruinar la poca felicidad que los plebeyos como nosotras rascamos en este coliseo de mierda que llaman ciudad.

Maggie suelta un on real que corta el aire, su acento paraguayo asomando como un cuchillo bajo la manga, un dejo de che que traiciona sus nervios perdiendo el control.

— En serio, chica —dice, y su voz tiembla como un motor gripado—, ¿creés que yo tengo la más mínima necesidad de arruinar vuestras peleas clandestinas? ¿Que me sobra tiempo entre mis manicuras y mis sueños de niña blanca para joderte el día?

— Sí —suelta Hannah, seco como un disparo, ojos verdes entrecerrados como rendijas en un tanque oxidado—. Llevas semanas sin pisar el club, Torres. He estado patrullando estas calles rotas como un perro flaco buscando sobras, ¿dónde te estabas escondiendo con el rabo entre las patas?

Maggie rueda los ojos, un movimiento que parece dolerle, y su chaqueta Columbia cruje como si protestara por estar en este basurero.

— Por favor, Kessler, eres tan insistente en causas perdidas que podrías ser un comercial de televenta vendiendo aspiradoras rotas —dice, y su tono es ácido, un limón exprimido en una herida abierta.

— Sí, Uma me lo dice mucho —replica Hannah, negando con la cabeza, mechones pelirrojos cayendo como alambres cortados—. No tengo intención de cambiarlo. —Una sonrisa de superioridad le trepa por la cara, torcida y afilada, convencida de que su deducción es un clavo en el ataúd de Maggie.

Maggie cruza los brazos, el llavero de piano tintineando como un diente suelto en su cintura.

— Mira, no soy tu tipo de loca —dice, y su gesto abarca el club, la sala, tal vez toda Detroit—. No hay alma en esto, Kessler. Sé que me imaginas como la chica sencilla que se encierra en su cuarto a escuchar jazz, Mozart, y sueña con casarse con uno de los Jonas Brothers mientras borda cojines. Tal vez tengas razón en lo del jazz, pero no soy una chivata.

Hannah ladea la cabeza, un movimiento lento como un perro oliendo carne podrida, sopesando las palabras. No hay rastro de mentiras en ese rostro maquillado, pestañas largas y mejillas con un toque de rubor que parecen sacadas de un catálogo de Sephora. Pero Hannah piensa que Maggie es el tipo de persona que habría memorizado los patrones de un polígrafo, cada tic y cada pulso, una mentirosa tan pulida que podría engañar al diablo con una sonrisa. El silencio se estira, un alambre de púas entre ellas, y la sala cruje como si el cemento quisiera hablar.

— Entonces, ¿por qué nos espiaste? —pregunta Hannah, voz baja como un gruñido—. ¿Por qué la entrada teatral aquel día, por qué la pelea?

Maggie se encoge de hombros, pero desvía la mirada, ojos oscuros huyendo hacia el ventanal roto como si buscaran un escape.

— Para tratar de entenderlo —dice, y su voz tiembla un segundo, un cristal rajado—. ¿Qué otra cosa te voy a decir? Somos cien putas personas en este sitio, Kessler. Si de un día para otro las chicas empiezan a llegar a casa con moretones como medallas, la gente sospecha. No todos aprecian la belleza de tus peleas clandestinas, menos aún los padres que viven de un salario mínimo y un sueño muerto. Una hija con la cara rota es lo último que quieres ver al abrir la puerta.

— Y lo último en lo que te fijas —replica Hannah, dando un paso al frente, botas crujiendo sobre vidrio como si pisara costillas—. A no ser que tu máxima preocupación no sea tu casa, la factura del agua o llegar a fin de mes. Si solo tienes una persona en la que fijarte, es fácil ver sus moretones, ¿no, Torres?

Maggie retrocede un paso, instinto puro, y sus ojos se clavan en Hannah como si viera a una cocainómana temblando en un callejón, ojeras negras como pozos de petróleo, piel pálida salpicada de mugre y sudor. Hannah sonríe torcida, un rictus que parece tallado con un cuchillo romo, y el aire entre ellas vibra como un cable eléctrico pelado.

— Así que papi y mami vieron las heridas que te dejé —dice, y su voz es un martillo golpeando clavos—. Un moretón en la costilla, un ojo morado, y mandaron una patrulla a la escuela, ¿no es así?

Maggie se traga su orgullo, un bocado de clavos oxidados que le raspa la garganta, y fuerza una sonrisa tibia en su mandíbula tensa, labios pintados temblando como si fueran a romperse.

— Te juro por quien quieras que no fue a drede —dice, y una gota de sudor le resbala por la frente, brillante como un diamante bajo la luz enferma del ventanal. No es el calor de octubre, no en este Detroit donde el frío ya muerde como un perro hambriento. Es miedo, o algo más sucio, y Hannah lo huele como un lobo oliendo sangre.

Hannah se rasca la frente, uñas cortas dejando líneas rojas en la piel, y bufó, un sonido que suena a neumático desinflado. Ahora tiene un enemigo peor que Maggie, uno que no puede señalar ni patear con sus botas gastadas para sacarle la sonrisa de la cara. La burocracia de Michigan, un monstruo de formularios y placas, un cáncer que crece en las oficinas de Detroit y se come lo poco que queda. El Fight Choir está jodido, y Maggie, con sus partituras y su cara bonita, es solo el mensajero.

Hannah Kessler sonríe, una curva resignada que le tira de las comisuras como si la piel se le fuera a rajar, y traba miradas con Maggie Torres. Los ojos verdes de Hannah, hundidos en ojeras como pozos de gasolina, chocan con los de Maggie, oscuros y afilados como navajas bajo esas pestañas de niña rica. La sala del coro es un cadáver en descomposición, el aire cargado de moho y polvo que raspa la garganta como papel de lija, y el sol amoratado se desangra por el ventanal roto, tiñendo el cemento de un rojo enfermo.

— Muy bien —dice Hannah, voz ronca como un motor que no arranca—. Solo dime qué pasó y te devuelvo las partituras. Lo haré de buenas maneras, nada de golpes, palabra de Kessler.

Maggie escoge las palabras como quien pisa cristales rotos, cada sílaba medida, su acento paraguayo asomando en los bordes como un tic nervioso.

— Mi madre me hace chequeos médicos todos los meses —dice, y su tono es plano, casi clínico—. Sonará triste, pero es prácticamente la única vez al mes que pasamos más de una hora juntas.

Hannah está inmóvil, tiesa como un poste de luz fundido, y siente que si la pinchan no sangra, solo sale aire rancio. Chequeos privados supervisados por una policía, eso es otro nivel de mierda, un universo paralelo donde las madres tienen tiempo y dinero para mirar bajo la piel de sus hijas. Piensa en su propia madre, varada en el sofá como una ballena moribunda, y el contraste le pega como un ladrillo en la nuca. Maggie sigue, ojos fijos en un punto invisible del suelo.

— El moratón en el estómago que me hiciste no se había curado para ese entonces, Kessler. Mi madre no es estúpida, sabe diferenciar un puño humano de un golpe superficial. Vio las marcas, las midió con los dedos como si fueran pruebas en una escena del crimen.

— Ya —suelta Hannah, y ese monosílabo le pesa como un saco de ladrillos contra los riñones, un golpe sordo que le retumba en las costillas. Se rasca la nuca, dedos enredándose en mechones pelirrojos como cables pelados—. Perdón por eso, doe. Me cuesta medir la fuerza cuando suelto los puños.

Maggie encoge los hombros, un movimiento que hace tintinear su llavero de piano como un diente suelto.

— Sin problema —dice, y hay un dejo de resignación en su voz, como si aceptara que los moretones son parte del trato—. Le dije a mi madre que hubo una pelea en el recreo, dos chicas que me golpearon porque me metí a separarlas. Por eso mandaron a la poli. Pero descubrieron que había más chicas con moretones y que esa pelea no tenía registros, así que estuvieron rondando varios días, husmeando como perros tras un hueso.

Hannah asiente, lenta, la cabeza pesada como si tuviera arena en el cráneo. Maggie no parece el tipo que inventa historias sobre la marcha, aunque podría. Tiene esa cara de póker pulida, pestañas largas y mejillas maquilladas que podrían venderte una mentira con una sonrisa. Pero Hannah decide darle un voto de confianza, un respiro en esta guerra de palabras. Piensa en su madre: si viera sus moretones, haría lo mismo, llamaría a alguien, gritaría hasta quedarse ronca. Pero el trabajo a medio tiempo la deja molida, un bulto de carne roncando en el sofá como una ballena con cáncer de pulmón, y Hannah se salva —o se pierde— en esa negligencia.

— Como sea —dice, y su voz raspa como botas en grava—. ¿No tiene otros problemas en los que preocuparse tu madre? En esta puta ciudad hay un robo cada dos minutos, tiroteos en Gratiot, mierda cayendo por todas partes. ¿Por qué les importa si una niña se pega?

Maggie cruza los brazos, chaqueta Columbia crujiendo como un billete nuevo.

— Porque las niñas no les van a disparar con una Uzi por hacer su trabajo —replica, y su tono es un cuchillo frío, directo al hueso.

— Depende de la niña —suelta Hannah, y una chispa le baila en los ojos, un destello de finna pop off que no termina de encenderse.

— Touché —concede Maggie, y una media sonrisa le tira de los labios, tensa como un alambre a punto de partirse.

Hannah echa la cabeza atrás, un movimiento tan brusco que parece que el cuello se le va a despegar de los hombros, y mete las manos en los bolsillos de su sudadera, dedos rozando las partituras dobladas como si fueran un secreto sucio. Las saca con la derecha, papel arrugado crujiendo como piel seca, y se las tiende a Maggie.

— Toma —dice, brazo estirado como un puente roto.

— Joder, la has doblado —gruñe Maggie, tomando las hojas y estirándolas con dedos que tiemblan de pura irritación—. Le voy a tener que poner mi colección de Las Crónicas de Narnia encima por dos horas hasta que se alisen.

Hannah agita las manos sobre su cabeza, un aspaviento burlón que parece sacado de un sketch barato.

— ¡Oooh! —exclama, voz goteando sarcasmo como aceite quemado—. Pobre Torres y sus problemas con hojas arrugadas. Dejan de atender al pequeño Tommy, al que dispararon la semana pasada en Eight Mile, y todos corren a prestar atención a la niña Torres y su papel torcido.

Maggie entrecierra los ojos, y el aire entre ellas se tensa como un cable eléctrico pelado.

— Eres un grano en el culo cuando te lo propones, Kessler —dice, y su tono es un martillo golpeando clavos, cada palabra un golpe seco.

— Que te lo revise tu madre en el próximo chequeo —replica Hannah, levantando la mano en una despedida floja, dedos torcidos como ramas secas. Da media vuelta, botas crujiendo sobre vidrio, lista para dejar a Maggie sola con sus cachetes inflados como globos y su ceño torcido como una bisagra oxidada.

— Espera, Montana, no he terminado contigo —ladra Maggie por la espalda, voz cortante como un disparo en la noche.

Hannah se gira a medias, mirando sobre su hombro como si le hubieran escupido en la nuca, el pelo pelirrojo cayendo como un telón deshilachado.

— ¿Perdona? —suelta, y su tono es un gruñido bajo, un perro oliendo peligro.

— Montana, ¿Hannah Montana? —Maggie hace un gesto con el pulgar y el índice, una L torcida como diciendo ¿lo pillas?—. Era un chiste, no te pongas intensa.

— Dispara ya lo que querés —dice Hannah, y su voz es un ladrillo cayendo, pesada y sin paciencia.

Maggie levanta las partituras, el papel capturando la poca luz solar que se desangra por el ventanal, un resplandor débil que hace brillar las hojas como un faro en un mar de mierda.

— ¿Por qué te ibas a llevar esto a tu casa? —pregunta, y sus ojos oscuros perforan a Hannah como agujas.

— Una pregunta por otra —replica Hannah, cruzándose de brazos, el sudor picándole en la nuca como agujas calientes—. ¿Por qué olvidaste esas partituras aquí?

El silencio cae como un telón de plomo, y la sala cruje, cemento y vidrio temblando como si supieran lo que viene. Fuera cual fuera la respuesta, muchas cosas iban a cambiar cuando hablaran, y estaba jodidamente claro que iban a hablar. El aire vibra, un cable de alta tensión a punto de estallar, y Hannah siente el peso de las palabras no dichas como un puño cerrado en su pecho.

Maggie Torres hace un gesto suave con la mano, dedos largos cortando el aire como un director de orquesta en un escenario roto.

— De acuerdo, pero yo he preguntado primero —dice, y su voz es un hilo de acero, firme pero con un dejo paraguayo que asoma como un cuchillo bajo la manga.

Hannah suspira, un sonido que raspa como botas en grava, y voltea los ojos hasta que el blanco parece tragarse el verde.

— Me las llevaba a casa para cantárselas a mi hermana —admite, y las palabras le pesan como un saco de cemento húmedo—. A Sarah le gustan todas estas cosas eclesiásticas y mierda así. Es demasiado joven como para entender que Detroit la está pisoteando igual que al resto, aplastándola bajo el tacón como a una cucaracha en una cocina sucia. Te toca, Torres.

Maggie clava los ojos en el órgano, ese trasto de teclas amarillentas encajado en el muro como un fósil en una tumba. Lo mira como si fuera un pedazo del paraíso arrancado y arrojado a este infierno de cemento, el único altar que todavía respira en Brightmoor.

— Tú lo has dicho —responde, y su tono es suave, casi reverente—. El padre Wepner me deja tocar el órgano los domingos en la mañana. Generalmente siempre recojo las partituras, pero se me pasó porque… —Lanza una mirada a Hannah, afilada como una navaja de barbero, un corte que Hannah siente rasgándole la laringe—. Porque estaba preocupada por vosotras.

Hannah suelta un silbido bajo, un sonido que silba como viento entre cristales rotos, y hunde las manos en los bolsillos de su sudadera, dedos rozando la tela gastada como si buscara un arma que no está ahí.

— ¿Tu corazón se hizo tres tallas mayor y descubriste la importancia de la Navidad? —dice, y el sarcasmo gotea como aceite quemado, un guiño al Grinch que Maggie capta al vuelo.

Maggie bufó, un resoplido que suena a lata aplastada, y piensa que una referencia al Doctor Seuss es lo más cerca que estará de ver a Hannah citando literatura universal. La sala cruje a su alrededor, cemento gimiendo como un perro viejo, y el sol amoratado se desangra por el ventanal roto, tiñendo las partituras de un rojo enfermo.

— Sabés, yo… —Maggie hace una mueca, rascándose el brazo como si quisiera arrancarse la piel, uñas cortas dejando líneas rosadas—. Me gusta mucho esta escuela. Su órgano es de colección, una pieza que vale oro. Si se pudiera sacar de esa pared podrida, podríais venderlo y comprar tres o cuatro veces todo este instituto de mierda con el dinero. —Hannah siente el pero venir como un tren de carga, y sus ojos se habrían abierto de no ser porque ya conoce el golpe—. Pero pasa y resulta que está demasiado mal cuidado, incrustado como un tumor en el hueso. No hay manera de sacarlo sin romperlo, sin que se haga polvo como todo lo demás aquí.

Hannah se muerde la mejilla por dentro, molares apretados como si quisiera triturarse los dientes hasta sangrar. Es como tener la llave a una puerta que soluciona todos tus problemas —deudas, hambre, un boleto fuera de este agujero—, pero la cerradura está tan oxidada que se rompería si la tocas, dejándote con nada más que metal torcido y manos vacías. El montón de escombros a sus pies —vidrio, latas, un condón seco— parece burlarse de ella, y lo patea, un golpe seco que lanza polvo al aire como un grito ahogado.

— Yo también amo mucho este sitio —dice, Hannah, y su voz es un gruñido bajo, cargado de algo que no nombra—. Mi madre estudió aquí, y dice que mi abuela también lo hizo, aunque las fechas no me cuadran, no con las grietas y la mierda que hay ahora. —Patea otra vez, una piedra rueda y choca contra el órgano con un clac sordo—. Creo que es una de esas cosas que las madres te dicen para que te esfuerces estudiando, como si un título fuera un escudo mágico contra esta ciudad. Pero estando como estamos, con Brightmoor cayéndose a pedazos, no me voy a creer que esto se puede solucionar con fe y cantando bonito como en un maldito comercial de iglesias.

Maggie ladea la cabeza, el llavero de piano tintineando como un diente suelto.

— ¿Por eso tu solución es golpear cosas? —pregunta, y su tono es un bisturí, cortante pero curioso—. Si me permites las confianzas, es una respuesta muy superficial.

— Y tienes razón —admite Hannah, y decirlo en voz alta es como quitarse un cinturón de plomo del pecho, un alivio que duele—. Yo tampoco entendía la violencia en las calles: Latin Counts tiroteándose con Eastside Crips por las noches, Vice Lords apuñalando a alguien en Gratiot, reportes día sí día también de un cuerpo frío en un callejón por los Hustle Boys. No lo entiendes hasta que lo vives. Tu primera cicatriz duele, sí, te quema como un hierro al rojo, pero es tuya. Está en tu piel, grabada como un tatuaje que no te pueden quitar. En un diario que solo quita, quita y quita —casa, comida, esperanza—, ya tienes algo que no te pueden arrebatar. Entonces eso pone una sonrisa en tu rostro, una grieta torcida que dice jódete, Detroit. Pero parece que hasta ser feliz en esta puta ciudad es complicado, como tratar de respirar bajo un montón de escombros.

Maggie Torres lo sopesa en su mente, masticando las palabras de Hannah como si fueran vidrio roto, afiladas y sangrantes. Se contiene para no soltar que Hannah suena como Brad Pitt en Fight Club, predicando sobre cicatrices y caos con esa voz rota, mientras luce como el mismo actor en Memento, perdida en un laberinto de mierda y memoria destrozada. El silencio cae como un telón de plomo, pesado y sofocante, y la sala respira a su alrededor, un cadáver de cemento que exhala polvo y promesas muertas, el hedor a moho y cocaína quemada trepando por las paredes como venas negras.

Hannah se frota ambos brazos, un escalofrío recorriéndole desde el cuello hasta las caderas como un cuchillo helado deslizándose por su piel. El aire de octubre se cuela por el ventanal roto, cortante como un bisturí, y el frío empieza a morderle los huesos como un perro hambriento.

— Mierda, está empezando a hacer frío —gruñe, y su aliento sale en una nube blanca que se disuelve en la penumbra.

Maggie, envuelta en su chaqueta Columbia gris, un capullo de marca que parece burlarse del deterioro de Brightmoor, ladea la cabeza.

— No tanto —dice, y su tono es un desafío suave, casi juguetón, como si el frío fuera un lujo que ella puede ignorar.

Hannah frunce el ceño, una grieta que se tensa en su frente como cemento rajado, pero la expresión se transforma en una sonrisa torcida, un desafío que brilla en sus ojos verdes como gasolina encendida.

— Oye, ¿puedes hacer flexiones? —suelta, y su voz es un anzuelo lanzado al aire, esperando una presa.

Maggie suelta una carcajada seca, un sonido que raspa como lata aplastada contra el asfalto.

— Jej, ¿mami te ha enseñado a pegar puñetazos pero no a hacer un par de lagartijas? —replica, y patea el suelo con su deportiva OG, esparciendo vidrio y rocas en un arco sucio—. Por favor, este suelo grita cortes gratis y enfermedades venéreas. Mira esa mierda, Kessler, es un campo minado de sífilis y hepatitis.

— Je, no puedes —se burla Hannah, y la sonrisa se ensancha, un filo que corta el aire como un cuchillo romo.

Maggie entrecierra los ojos, un destello de orgullo herido brillando en sus pupilas, y se quita la chaqueta con un movimiento fluido, dejándola caer al suelo como un cadáver fresco. No le importa que la tela gris se manche de polvo, sudor seco o alguna sustancia ilícita que lleva meses pudriéndose en esta sala; pone las partituras encima, arrugadas pero sagradas, y cierra la chaqueta sobre ellas como si las abrigara de este infierno. Hannah es más basta, más animal: se arremanga la camisa y la sudadera hasta los codos, dejando ver antebrazos llenos de cicatrices y callos como mapas de guerra, y se tira al suelo, deteniendo su peso con las palmas, vidrio crujiendo bajo sus manos como dientes rotos.

Empiezan, un duelo silencioso en este mausoleo de cemento. Maggie cuenta en voz alta, uno, dos, tres, su voz cortando el aire como un metrónomo punk, mientras Hannah se mantiene callada, más silenciosa que las tumbas de un cementerio olvidado, el sudor goteándole por la frente como aceite caliente. Dos minutos pasan, un reloj invisible marcando el tiempo en sus músculos temblorosos, hasta que los antebrazos de Hannah dicen basta, traicionándola como cables oxidados que se parten. Resbala, las palmas patinando en el polvo, y cae de cara contra el suelo con un golpe sordo, un maldita sea escupido entre dientes que suena a derrota y rabia.

Maggie para, aunque podría haber hecho veinte más, sus brazos flacos pero duros como cables de acero todavía firmes. Ver a Hannah caer, la cara estampada contra el cemento como un saco de harina reventado, le parece suficiente victoria. Se acerca, pasos lentos, sus zapatillas negras quedando a la altura de los ojos de la pelirroja, que parpadea contra el suelo. Una grieta fresca se abre en la frente de Hannah, un corte rojo que Sarah tendrá que desinfectar esa noche con manos temblorosas y un frasco de alcohol robado del botiquín. Maggie se agacha un poco, el llavero de piano tintineando en su cintura como un eco de algo perdido.

— Por si te lo preguntas, ya sabía que me ganarías en esto —dice Hannah entre dientes, la voz raspando como papel de lija, el sabor a polvo y sangre llenándole la boca.

— Y eso no te detuvo, ¿eh? —replica Maggie, y hay un brillo en sus ojos, no de burla, sino de algo que se parece a respeto, un destello que corta la penumbra como un faro roto.

— Últimamente nada lo hace —dice Hannah, aceptando la mano de Maggie para levantarse, sus dedos callosos rozando la piel suave de la otra como si fueran de mundos distintos. Se pone de pie, tambaleándose un segundo, y se sacude la mierda de los pantalones, polvo y vidrio cayendo como caspa de un perro callejero—. Creo que deberías irte a casa, Torres. Ya es tarde, y este barrio no perdona a las niñas blancas con chaquetas caras.

Maggie recoge las partituras y sacude el polvo de su chaqueta, un movimiento que parece ensayado, casi teatral.

— Nah, eso no me preocupa —dice, y su tono es un desafío envuelto en terciopelo—. Sé por qué barrios andar y por cuáles no. Miller no se equivocaba, tengo un taser. —Saca un pequeño dispositivo negro del bolsillo trasero de sus jeans, un juguete letal que brilla como un trofeo—. Pero no es solo eso. No me mires así, Kessler, claro que vengo preparada. La delincuencia ahí fuera está tres o cuatro veces por encima de la media nacional. Niña blanca de diecisiete años en un gueto lleno de navajas y disparos perdidos, solo me falta llevar unos libros de física cuántica para que un Latin Count me dispare entre las cejas, ¿lo pillas?

Hannah pestañea, el dolor en la frente latiendo como un tambor sordo, y su mente está más en el corte que en las palabras de Maggie.

— Es una referencia a Men in Black —aclara Maggie, rodando los ojos como si le doliera explicarlo—. Venga, la película tiene casi tu edad, no hay manera de que no la conozcas. ¿Will Smith? ¿Tommy Lee Jones? ¿Extraterrestres y pistolas raras?

Hannah se queda quieta, el cerebro zumbándole como un enjambre de abejas atrapadas en un tarro. Piensa bien sus palabras, obligándose a no soltar una frase anarquista o nihilismo barato de lata, algo como todo es mierda y nos vamos a morir.

— Torres… —empieza, y su voz es un gruñido bajo, un motor que no arranca.

— Oye, ya estamos en confianza, llámame su magestad —dice Maggie, y se ríe sola, una carcajada que suena a campanas rotas en esta sala muerta—. Ya, fuera bromas, solo dime Mag.

— Ya, eh, Maggie —corrige Hannah, y las palabras le raspan la garganta como si fueran grava—. ¿Por qué sueltas tantas referencias por minuto? Lo siento agobiante, me haces sentir tonta por no conocer nada y no puedo seguirte el ritmo. Es como si hablaras otro idioma, uno que no aprendes en Brightmoor.

La cara de Maggie cambia, un telón que cae de golpe. Básicamente, le han llamado clasista con palabras bonitas, y la acusación le pega como un derechazo al hígado. No piensa que esté mal, no del todo. En la escuela primaria de Massachusetts, hablaba así con sus amigas, soltando chistes sobre películas y libros mientras comían sándwiches de pavo en un césped que no apestaba a gasolina. Pero eso era otro mundo, otra clase, un planeta donde el aire no sabía a cenizas. Cuando se mudaron a Detroit, no solo dejó atrás un barrio de casas blancas y jardines podados; descendió a las entrañas del infierno, un reino de cemento y pandillas donde los demonios más amables —como Hannah— la odian por su rostro angelical y sus conocimientos de culturas que aquí suenan como profecías de tierras más fantasiosas que la Tierra Media de Tolkien.

- Lo lamento —dice Maggie Torres, y sus ojos oscuros se hunden, tristes como si hubiera pisado sin querer la cola de un cachorrito, las pestañas largas temblando como alas rotas. Su voz es un susurro que raspa el aire frío de la sala, un eco perdido entre el polvo y el vidrio roto.

Hannah Kessler frunce el ceño, una grieta en su frente que parece cemento rajado, ajena a ese tipo de condolencias blandas que no encajan en Brightmoor.

— ¿Por qué? —pregunta, y su tono es un ladrillo cayendo, pesado y sin paciencia, el corte en la frente latiendo como un tambor sordo.

Maggie se rasca el brazo con la mano libre, uñas cortas dejando líneas rosadas en su piel pálida, la otra sosteniendo las partituras arrugadas como si fueran un tesoro frágil.

— Por decir tantas referencias de cine y cultura pop —admite, y su acento paraguayo asoma como un cuchillo bajo la manga—. A veces se me olvida que no todos tenemos las mismas capacidades adquisitivas, que no todos crecimos con HBO y un cine a dos calles.

— No me jodas, Maggie —suelta Hannah, y pone los ojos tan en blanco que casi se mira el cerebro, un movimiento que duele como un músculo torcido—. No me pidas disculpas por ser rica, a mí me encantaría serlo. Tu vida es tan fácil que tú solita te la complicas viniendo a este basurero a jugar a ser una de nosotras.

Maggie cruza los brazos, el llavero de piano tintineando en su cintura.

— Oye, mi vida no es tan fácil —replica, y su tono es un desafío envuelto en terciopelo, pero hay un temblor debajo, un hilo que se deshilacha.

— Por favor, nada de falsa modestia —corta Hannah, brazos cruzados como barras de acero, la sudadera gastada oliendo a sudor y gasolina—. Tus padres ganan como cien mil al mes cada uno, ¿no? ¿De qué te quejas, Torres?

Los ojos de Maggie se abren, dos ventanas más grandes que los cristales rotos a su espalda, pozos negros que reflejan el sol amoratado desangrándose en el horizonte. Sabía que la tenían en alta estima en este agujero, pero no imaginó que tanto, no que la vieran como una maldita reina en un trono de billetes.

— Solo ganan cien mil los dos juntos —corrige, y decirlo en voz alta suena estúpido, una patada en la cara a su propia fachada.

Hannah le clava una mirada fulminante, un te lo dije silencioso que quema como ácido en la piel. Maggie baja la vista al suelo, al mosaico de vidrio y mierda seca, y el silencio pesa como un saco de ladrillos en el pecho de ambas.

— ¿Sabes cuánto ganan mis padres al mes entre los dos? —pregunta Hannah, y Maggie pone cara de sorpréndeme, una ceja arqueada como un arco gótico en ruinas—. Pues no lo sé, no me lo dicen para no preocuparme, pero salta a la vista que es una miseria, joder. Y yo tengo suerte, porque al menos tengo tele por cable, internet y solo tres goteras en el techo. Gente como Penny o Rina ni siquiera tiene para pagarse la calefacción, duermen con mantas robadas mientras el frío les muerde los huesos como un perro rabioso.

Maggie sigue mirando el suelo, los labios apretados como si quisiera tragarse las palabras. Decir 'yo también sufro, ¿sabés? sería como mostrarle una tirita a un apuñalado', un insulto envuelto en papel de regalo. Un viejo dicho en guaraní le viene a la mente, algo que su abuela paraguaya mascullaba: “Los rayos caen sobre los cocos y los pobres”, porque los ricos siempre tendrán billetes suficientes para reconstruir sus vidas, para comprar un paraguas mientras los demás se ahogan en la tormenta. El peso de esa verdad le aplasta el pecho, y el tintineo de su llavero suena como un eco de algo que ya no tiene.

Hannah se encoge de hombros, un movimiento que sacude el polvo de su sudadera como caspa de un perro callejero.

— Mira, doe, ha sido agradable hablar contigo, pero ya es mi hora de irme a casa —dice, y su voz es un gruñido suave, agotado—. Nos veremos si te pasas por el club. Y si no vienes, no pasa nada. Mick nunca pelea y aún así pasamos el rato juntas. Vente a cazar gatos y romper ventanas si algún día te apetece, yo qué sé.

Da media vuelta, botas crujiendo sobre vidrio como si pisara costillas rotas, y el chirrido de la puerta al abrirse suena como un motor lleno de piedras. Maggie siente que se pierde, que está a dos piezas de resolver el rompecabezas que es Hannah Kessler, una caja de caos y cicatrices que no entiende pero necesita descifrar. Si cruza esa puerta, si la deja ir, nunca más tendrá una oportunidad así, un momento donde las grietas de ambas encajan como piezas torcidas. ¿Por qué ella? ¿Por qué esta chica de entre todas en el planeta? No lo sabe, pero está por averiguarlo.

— ¡Oye, Hannah! —grita, y la pelirroja suspira, ahogando un ¿qué quieres? que no tiene fuerzas para pronunciar, su cuerpo girando a medias como un títere con los hilos cortados.

— ¿Puedo ir a tu casa? —suelta Maggie, y las palabras salen rápidas, un disparo en la oscuridad.

La cara de Hannah se transforma, una cariátide rota por el martillazo de un extremista religioso, los ojos verdes entrecerrados como rendijas en un tanque oxidado.

— ¿Por qué querrías hacer eso? —pregunta, y su voz es pesada y desconfiada.

Maggie elabora una mentira tan rápido que hasta ella misma se sorprende, las partituras temblando en su mano como una bandera blanca a medio rendir.

— Para que tu hermana pueda escuchar la letra de las partituras —dice, y su tono es un desafío envuelto en terciopelo—. No te las puedo dejar, aprecio mucho estos papeles, pero los puedo llevar a tu casa y luego llevármelos.

Hannah alza una ceja. — ¿Tu papi y tu mami no te ponen toque de queda? —pregunta, y el sarcasmo gotea como aceite quemado.

— Me dejarán tranquila si les digo que estoy con una amiga blanca —replica Maggie, y una sonrisa torcida le trepa por la cara, dientes blancos brillando como faros en este basurero.

— ¿Es necesario especificar la etnia? —gruñe Hannah, y su tono es un martillo golpeando clavos.

— Por favor, Hannah, te escuché decir la palabra con N hace menos de tres semanas. No me vengas con puritanismos ahora.

— Ok, punto para ti —concede Hannah, cerrando los ojos como si quisiera borrar el mundo. Lo sopesa, la cabeza zumbándole como un enjambre de abejas atrapadas en un tarro. Lo peor que tiene en casa es a su madre roncando en el sofá, un bulto de carne agotada que no se moverá hasta las 21:30, cuando la alarma la despierte para arrastrarse al turno nocturno en un restaurante de mala muerte en Eight Mile, sirviendo café rancio a camioneros y borrachos. Ya que está, puede sacarle partido a esto—. Mira, yo te invito a mi casa, te dejo que me escuches cantar, joder, si quieres te puedes quedar a dormir. Pero solo si me pagás la cena.

Maggie parpadea, el viento frío de octubre metiendo su pelo marrón claro en la cara como un velo fresco.

— ¿Qué? —suelta, y su tono es un desafío suave, casi juguetón.

— Sí, quiero comida china —dice Hannah, y la idea sale como un disparo improvisado, sus ojos brillando con algo que no nombra—. Se puede pedir a domicilio en New China One. A mi hermana le encanta, pero lo comemos poco, una o dos veces al año si hay suerte. A los repartidores no les gusta venir aquí, ya sabes, tiroteos de los Eastside Crips y calles sin luz, pero si les das una paga extra…

Maggie sonríe y niega suavemente con la cabeza, el pelo bailando en el viento como un telón roto.

— Está bien, Hannah, el dinero no será problema —dice, y saca su iPhone 5 del bolsillo trasero de sus jeans, negro y brillante como un trofeo en sus manos de niña rica. La cobertura es una mierda en esta sala, una barra titubeante que parpadea como un corazón moribundo—. Venga, ve diciéndome qué querés, yo marco.

Salen al aire frío de octubre, el cielo negro como alquitrán derramado sobre Fenkell Avenue, y caminan hacia la casa de Hannah, a unas cuadras entre casas vacías con ventanas cegadas y bidones humeantes que arden como soles enfermos. Maggie habla por teléfono, negociando con el repartidor de New China One como si fuera una estrella de Hollywood pidiendo caviar en un set de filmación, su voz cortando el aire con una mezcla de autoridad y encanto.

— Pollo con brócoli, arroz frito con cerdo, rollos de huevo —dicta, y mira a Hannah—. ¿Algo más, Kessler?

— Lo mein —suelta Hannah, pensando en Sarah metiendo fideos en la boca como si fueran cables comestibles—. Y que traiga palillos, que no sea un salvaje.

Maggie asiente, repite la orden, y promete una propina gorda si el repartidor llega sin que un Vice Lord le robe la moto. Hannah siente algo raro en el pecho, un calor que no había sentido en meses, no amistad todavía, no del todo, sino un eco de algo que Detroit no puede aplastar. Las partituras están en la mano de Maggie, arrugadas pero vivas, y el olor imaginario de la comida china flota en su mente como un sueño robado, un lujo que esta ciudad no merece pero que ella va a tomar de todos modos.


Fin de la primera parte.

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