La muerte de Mun - final.
Ventana y Llama llegaron a los suburbios de Tokio como dos gatos callejeros que han perdido el mapa y no están seguros de si el otro lleva pulgas. Las calles se habían vuelto más estrechas y desaliñadas conforme dejaban atrás el brillo de Chiyoda, un laberinto de cables colgantes y casas apretujadas que parecían mirarse unas a otras con resignación. Ventana caminaba con los hombros encorvados, desconfiando hasta de la tienda 24 horas frente a su casa —un antro de luces fluorescentes y estantes desordenados que bien podría ser un puesto de espionaje de DSGI disfrazado de conveniencia—. Por el camino, había visto carteles de sí misma, una versión reluciente de "chica mágica de anime" con la falda al viento como una bandera de victoria, el cuchillo en una pose marcial que gritaba disciplina, y los ojos cerrados en una serenidad que solo un editor con demasiada imaginación podía inventar. En la vida real, sus pantalones ajustados colgaban como una segunda piel cansada, las ojeras le daban el aire de un mapache con insomnio, y el pelo greñudo con mal tinte rojo parecía un experimento que había escapado del laboratorio de Llama. Su poder, esa gloria gritona de las Tierras de Dones Oníricos, no era más que un espejismo que se desvanecía bajo la luz sucia de los suburbios.
Llama, por su parte, avanzaba con los brazos cruzados y una mueca que habría asustado a un perro callejero con demasiada confianza. Su TOC era una bestia inquieta, y cada detalle del entorno lo alimentaba como gasolina a un incendio mal controlado: un bote de basura torcido que pedía a gritos ser enderezado con un martillo, un cartel despegado en una esquina que merecía ser arrancado con una motosierra y quemado en una pira ceremonial, una farola con la bombilla parpadeante que ella habría destrozado con un grito y luego reorganizado en un patrón geométrico perfecto. El desorden la ponía al borde de un ataque que solo podía calmarse con violencia exagerada, pero lo que realmente la carcomía era no saber qué demonios tenía Ventana en la cabeza. Por eso la seguía en silencio, como un sabueso que sospecha que el hueso prometido podría ser una trampa, pero no tiene nada mejor que hacer que comprobarlo.
Llegaron a un bar de ramen que parecía sacado de una postal que nadie se molestaría en enviar, un tugurio con la fachada descolorida y un letrero de madera que crujía como si suspirara por tiempos mejores. Ventana lo miró y pensó que era perfecto: un lugar tan olvidado que recibía tres clientes por semana, lo bastante desierto como para que DSGI no se molestara en esconder micrófonos en los palillos. Se imaginó entrando a un antro lleno de criminales tatuados, con cicatrices en la cara y cuchillos en las botas, un sueño de espías donde podría apuñalar a alguien y sentirse útil. Pero esto no era un sueño: el interior tenía cinco mesas de madera rayada, tres ocupadas y dos vacías como testigos de una soledad bien ganada. En una, un hombre con un mono de trabajo naranja comía fideos con la concentración de quien sabe que el descanso acaba en diez minutos; en otra, dos amigas con sudaderas gastadas charlaban sobre algo tan mundane como el precio del arroz, sus cuencos humeando con un aroma que prometía más de lo que cumplía. El dueño, un tipo rechoncho con una sonrisa que parecía pegada con cinta adhesiva, las recibió desde detrás del mostrador. Ventana pidió lo más barato del menú —un ramen básico con caldo turbio y fideos que parecían disculparse por existir— e intentó devolverle la sonrisa, pero le salió un rictus que habría asustado a un espejo. Llama, fiel a su desprecio por todo lo que no controlaba, no pidió nada y se limitó a mirar el aire como si quisiera apuñalarlo.
Ventana se sentó frente a Llama y se preguntó cómo demonios habían terminado así, en un bar de ramen que en cualquier otra vida habría evitado como quien esquiva un charco de agua sospechosa. Nunca se le habría ocurrido pisar un sitio como ese, con sus mesas pegajosas y su olor a caldo recalentado, pero claro, lo más peligroso del barrio no era el dueño ni los fideos dudosos: estaba sentada enfrente de ella, con la cara manchada de huevo y patatas como un cuadro abstracto que había perdido el marco, la bata de laboratorio robada colgando como una sábana olvidada en un tendedero, y —prueba definitiva de que la situación iba mal— sin su motosierra de mano. Llama nunca estaba lejos de esa motosierra, un trasto ruidoso que llevaba como otros llevan un paraguas, pero ahora estaba ausente, y Ventana no sabía si eso era una buena señal o una sentencia de muerte. Miró a Llama, que tamborileaba los dedos en la mesa como si estuviera planeando una ejecución, y pensó que tal vez el verdadero peligro no era DSGI, sino lo que pasaba cuando dos idiotas como ellas intentaban hablar sin apuñalarse primero.
Ventana terminó de comer su ramen con la gracia de alguien que ha olvidado cómo se usa una cuchara, dejando el caldo intacto como si fuera una ofrenda a un dios en el que no creía. Llama la miraba desde el otro lado de la mesa, apretando los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos, como si estuviera intentando estrangular el aire por no estar lo bastante ordenado. Ventana rompió el silencio con la delicadeza de un martillo en una cristalería: "Sabes que me dan miedo los pájaros." Llama alzó una ceja, su cara un cuadro de desprecio perfectamente pintado. "En otras noticias, el agua moja," replicó, con el tono de quien anuncia que el sol saldrá por la mañana y espera aplausos por la obviedad. Ventana intentó reírse, pero lo que salió fue una mueca torcida que parecía más un espasmo que una carcajada —había sido un comentario gracioso, al menos para los estándares de alguien que había olvidado lo que era la gracia—. "Pero sabes por qué me dan miedo los pájaros?" insistió Ventana, inclinándose hacia delante. "No hablo de la propaganda falsa de DSGI, sobre que si son una metáfora de mi frustración sexual o cualquier otra interpretación de Freud mal hecha por un becario con demasiada cafeína. ¿Sabes la razón real?".
El bar de ramen había perdido lo poco que le quedaba de vida. El hombre del mono naranja se había ido hace rato, probablemente de vuelta a un trabajo que odiaba más que su almuerzo, dejando tras de sí una bandeja vacía y un eco de suspiros. Las dos amigas se levantaron para pagar, sus risas apagándose como una radio mal sintonizada, y el dueño —aquel tipo rechoncho con la sonrisa pegada— estaba en el fondo, cortando algo que podría ser cebolla o un trozo de esperanza rancia, tarareando una melodía que sonaba a derrota aceptada. Llama negó con la cabeza, un movimiento tan preciso que parecía medido con regla. "¿Por qué te dan miedo los pájaros?" preguntó, como si la respuesta fuera a ser tan interesante como un manual de instrucciones leído al revés. "Soy narcoléptica," dijo Ventana, apoyando la barbilla en un puño como si el peso de la confesión la hubiera agotado. "Lo llevo siendo desde los 12 años." Llama se reacomodó en su asiento con un crujido, interrumpiendo como un reloj que no tolera retrasos. "Imposible," soltó, "esa enfermedad se da solo en mayores de veinte en adelante. Es un trastorno autoinmune, suele aparecer tras infecciones o estrés severo, y los ataques de sueño no empiezan tan pronto a menos que seas un caso de libro que ningún médico ha leído." Su voz era un torrente de datos que nadie había pedido, una obsesión por controlar la información que brillaba como un faro en la niebla de su caos.
"Como te decía," retomó Ventana, ignorando la lección con la paciencia de quien ha aprendido a no discutir con un diccionario parlante, "llevo con narcolepsia desde los 12 años. Más allá del cansancio excesivo que me hacía parecer un zombi en clase y las malas notas que mis profesores achacaban a la pereza, lo peor eran los sueños. Cualquier cosa grotesca se podía volver una pesadilla: una foto de un embarazo que parecía gritar desde el libro de biología, los rostros de mis compañeros de clase retorcidos como máscaras baratas, un tubo rojo con grafiti que vi en un callejón, el Acróbata Azul de Picasso que colgaba en la sala de arte como un juez silencioso…" Llama la cortó, inclinándose hacia delante con una mueca que decía que había agotado su cuota de rodeos. "Ve al grano," gruñó, las palabras cayendo como un martillo en una mesa de cristal, su alemán natal asomando en la brusquedad sin que nadie lo señalara. Ella podía hablar hasta que se acabaran las palabras en el diccionario, pero que alguien más diera vueltas era un crimen contra su orden interno.
Ventana puso los ojos en blanco con la gracia de un actor que sabe que el público no va a aplaudir. "A los 14 años," continuó, "era mucho más propensa a bostezar y a ataques de sueños repentinos. Una vez, mientras bostezaba en el patio del colegio, una jodida paloma me cagó en la boca." Hizo una pausa, dejando que las palabras flotaran como una nube tóxica, y Llama abrió los ojos tanto que parecía que iban a saltarle de la cara, su mueca de asco tan explícita que podría haber sido esculpida en mármol. "Toda la gente de mi escuela se rió," siguió Ventana, "y me quedé con un apodo: ‘la suerte del cielo’. Qué asco, qué vómitos solté, qué impotencia. Sin importar cuánto me lavase, el olor en mi paladar no se iba, como si esa mierda hubiera echado raíces en mi lengua." Llama se inclinó hacia atrás, tamborileando los dedos como si quisiera borrar la imagen con un borrador invisible. "Tendrías que haber usado papel de lija y vinagre," dijo, con la certeza de alguien que ha limpiado cosas peores y tiene un manual mental para cada catástrofe.
Ventana se encogió, un movimiento que parecía más cansancio que rendición, y echó un vistazo por encima del hombro al camarero, que seguía en sus asuntos cortando cebollas con la concentración de quien sabe que escuchar los secretos de dos lunáticas no paga las facturas ni el alquiler. "Después del vómito, la limpieza, el hospital, todo eso," continuó, "el sabor no parecía irse. La única bebida que más o menos podía consumir era el zumo de uva, algo tan jodidamente asqueroso que opacaba la otra sensación. Pero lo peor estaba en mi cabeza: pesadillas día sí y día también sobre mis compañeros, las burlas, mi cabeza literalmente transformada en mierda. Solo quería tomar un cuchillo y acabar con todo. Como no podía hacer eso en la vida real, lo hice en los sueños, y así fue como DSGI dio conmigo. Era una niña de 14 estúpida con más de veinte poderes en los sueños —paraguas, Oni, cuchillo, lo que quieras—. Claro que acepté su trato de ser una heroína cuando ese trabajo no era ni la mitad de famoso de lo que es hoy. Las pesadillas morían, mis notas empeoraban, y mis sueños crecían como malas hierbas en un jardín que nadie podaba." Su voz se apagó, como si contar la historia hubiera sido un esfuerzo que no esperaba hacer.
Llama levantó las manos al cielo con la teatralidad de un predicador que ha perdido la paciencia con su rebaño. "¡Resume!" exclamó, como si cada palabra de más fuera un clavo en su ataúd personal. "No tengo todo el año." Ventana se tensó, preparándose para un ataque que no llegó, y pensó que eso era bueno, o al menos menos malo de lo habitual. El dueño del bar se tosió en el puño, un sonido que rompió el aire como un disparo en una biblioteca vacía, y Ventana lo miró con otro intento de sonrisa que salió más como una mueca de alguien que ha olvidado cómo se hace. "Emms, la cuenta, por favor," dijo, y tras pagar con un billete arrugado que parecía tan cansado como ella, las dos salieron del bar. Caminaron hasta un pequeño parque —si es que se podía llamar así a un trozo de césped aplastado con un banco torcido y un árbol que parecía pedir disculpas por existir—. Se sentaron, Ventana convencida de que allí podían hablar sin asustar a nadie, o al menos sin que nadie se molestara en gritar por ayuda.
Ventana contemplaba la monotonía del pequeño parque con el interés de alguien que ha visto demasiadas veces el mismo cuadro y sigue sin entender por qué lo colgaron torcido. La gente pasaba con la urgencia de quien tiene sitios a los que llegar y ninguna razón para estarlo, mientras un par de scooters zumbaban como moscas con prisa. Llama, a su lado, estaba a exactamente catorce segundos de que una vena le reventara en la frente o de poner en marcha un plan improvisado para diseccionar a Ventana con lo primero que encontrara —un palo, una piedra, tal vez una ramita particularmente afilada—. Tres segundos antes de que su paciencia se convirtiera en un titular sangriento, Ventana habló: "A los 18 me fui de mi casa al departamento en el que vivo hoy, todo pagado por DSGI. Solo firmé un contrato en el mundo de los sueños, ta padre, fui tan estúpida." La confesión cayó como un ladrillo en un estanque tranquilo, y Llama frunció el ceño, hurgando en su memoria como quien busca una moneda perdida en un sofá lleno de migajas. Ella no recordaba haber firmado nada; un día, a los 13, su padre la había entregado a unos señores con trajes grises y ojos vacíos, y ella lo aceptó porque le dieron una motosierra reluciente y un tronco torcido que enderezar con entusiasmo infantil. Fue amor a primera corte, y no hizo preguntas.
Con Llama más calmada —o al menos reflexiva, lo cual era como decir que un volcán estaba tomando una siesta—, Ventana entrecerró los ojos contra el sol que se colaba entre las ramas del árbol, un resplandor que parecía decidido a recordarle que el mundo seguía girando aunque ella no quisiera. Pensó en sus padres, pero el pensamiento se desvaneció tan rápido como una hoja en un huracán; realmente ya no le importaban. Luego imaginó a Mun abrazada a sus pies con un solo brazo, una imagen que podría haber sido conmovedora si no fuera tan ridícula, y recordó que Mun no era la primera superheroína en morder el polvo. "¿Te acuerdas de los predecesores a ‘Las 5’?" preguntó, girándose hacia Llama. "¿Qué importan?" gruñó Llama, con el tono de quien desecha un periódico viejo. "Todos están retirados o muertos." Ventana asintió, pero los nombró de todos modos, como si recitar una lista de compras macabra: "Yuli Nichols, esa loca que cortaba cabezas como quien poda rosales; el cuarteto Party, cuatro idiotas que murieron en un edificio que se comía a sí mismo; Liro, el bicho azul que no supo cerrar la puerta… Algo pasó en 2004 que los sacó del mapa. Y no te menciono a Onn porque ambas sabemos que ese lunático, el Artesano, lo noqueó con los codos y luego le aplastó la cabeza con su propio bate —el bate de Onn, que Nate le robó antes de convertirlo en fertilizante en el mundo real—." Las referencias cayeron como piezas de un rompecabezas que nadie había pedido armar.
Llama suspiró, un sonido que parecía más un motor gripado que una muestra de vida, y se levantó del banco con la gracia de un clavo arrancado de una tabla. Había decidido que Ventana no merecía su tiempo, y la memoria de Mun tampoco; pasaría lo que quedaba del día creando una pesadilla tan macabra que haría temblar a los mismísimos Pozos de Antimateria, la mataría en la próxima misión, y comer o dormir serían lujos opcionales frente al placer de inyectarse anestesia y soñar con sangre. Dio un paso, pero Ventana la detuvo con una frase que pesaba más que un yunque: "Hay algo que nos ocultan del Efecto Morfeo." Llama se quedó clavada, recta como un poste de luz alcanzado por un rayo, y giró la cabeza tan lentamente que parecía una escena de un mal videojuego en 8 bits. Sus ojos encontraron los de Ventana, que estaba estirada en el banco como un gato con demasiadas vidas gastadas. "Piensa un poco," continuó Ventana, "mi cuchillo afecta tanto la psique que provoca depresión y suicidio, el bate de Onn acumulaba pesadillas y causaba paros cardíacos, y ahora las aguas de Leti, poder bruto y sin control, causan una muerte total del cuerpo. Algo aquí huele tan mal que hasta me arden los ojos, y no es el ramen de hace media hora."
Llama plantó los brazos en jarras, erguida como un general que ha olvidado que su ejército está hecho de papel maché. La bata raída ondeaba con el poco viento de la tarde, los restos de huevo y patatas secos en su cara y ropa como medallas de una batalla que nadie había ganado. "¿Está bien, qué demonios propones?" gruñó, con la paciencia de alguien que ha visto demasiados manuales sin índice. Ventana bostezó, un gesto tan teatral que parecía ensayado, y sacó un par de pastillas del bolsillo de su jersey —pastillas que podrían ser para la narcolepsia o para el aburrimiento, quién sabe—. Se las tragó sin agua, como un desafío a la lógica básica, y dijo: "No lo sé, no es mi propósito de hoy, pero podemos hacer que sea el de mañana si me ayudas con mi propósito de hoy." Llama entrecerró los ojos, un gesto que prometía violencia o al menos un insulto bien colocado. "¿Qué quieres?" preguntó, y Ventana respondió con la calma de quien tira una bomba y se va silbando: "Vamos a buscar a la familia de Yonaka. Alguien tiene que llorarla, a ella, no a Mun. Que sus fanáticos ya se encarguen de llorar por esos píxeles en una pantalla."
Con una alianza que duraría al menos 48 horas —o hasta que una de las dos decidiera apuñalar a la otra por diversión—, regresaron a la sucursal como quien vuelve a un circo después de perder el boleto. Llama solo tuvo que amenazar de muerte a tres empleados de salario mínimo —un trío de uniformes grises con caras de haber visto demasiados turnos y pocas esperanzas—, blandiendo un destornillador que había encontrado en el suelo como si fuera Excalibur. Les arrancó la dirección de la familia de Mun con la misma facilidad que se arranca un diente podrido, y como ya tenían el resto del día libre, se encaminaron rumbo a Osaka. El tren las esperaba como un monstruo de metal que no preguntaba por qué dos lunáticas con demasiados secretos querían cruzar medio Japón, y ellas subieron sin mirar atrás, porque a veces la única forma de avanzar es fingir que sabes a dónde vas.
***
Ventana reconsideró toda su existencia —o al menos los últimos cinco minutos— cuando vio el edificio en Osaka: siete pisos de cemento gris y desgastado, sin un ascensor a la vista, un desafío que su narcolepsia y su orgullo podían pelearse por ver quién perdía primero. Afortunadamente, Llama estaba allí, una fuerza de la naturaleza con menos paciencia que un toro en una cristalería. Sin mediar palabra, la agarró bajo el brazo como quien carga un saco de patatas particularmente rebelde y empezó a subir las escaleras, cada paso un eco de determinación alemana. Ventana cerró los ojos, decidiendo que era mejor dejarse llevar que preguntarse por qué la ropa de Llama olía a una mezcla de huevo rancio y anestesia, o cuánto tiempo había pasado levantando pesas —o tal vez cuerpos— para tener brazos que podrían partir un árbol por la mitad.
Las escaleras eran un monumento al abandono: peldaños desiguales cubiertos de polvo y manchas que podrían ser café o lágrimas de antiguos inquilinos, barandillas oxidadas que crujían como si protestaran por cada mano que las tocaba, y paredes salpicadas de grafitis ilegibles que parecían gritar "me rindo" en un idioma olvidado. Al llegar al séptimo piso, sudorosas y con Llama respirando como un fuelle con mal genio, se plantaron frente a una puerta con una placa en katakana: "Shinya Nekozaki", el hermano de Yonaka. Según la propaganda de DSGI, era un pervertido fratricida con un cuchillo siempre a mano, pero lo más probable es que fuera un oficinista aburrido de alguna sucursal perdida con poco tiempo para charlas. Iban a averiguarlo. Llama soltó a Ventana con la gracia de quien deja caer un paquete mal envuelto, y esta se sacudió el polvo de los pantalones como si ese fuera el mayor problema de su apariencia —el pelo greñudo y las ojeras decían lo contrario—. Llamó a la puerta con un golpe que sonó más a cansancio que a autoridad.
Pasó medio minuto, un silencio que pesaba como una cinemática de RPG Maker antes de un jefe final, hasta que la puerta se entreabrió lo que la cadena del pestillo permitía. Shinya Nekozaki apareció en el hueco: alto, con un rostro promedio que no destacaría en una multitud, y un cuerpo en buena forma que sugería horas de gimnasio en lugar de obsesiones felinas. Era todo lo que Yonaka podría haber sido si hubiera cambiado los 30 gatos y las peleas oníricas por pesas y una membresía en un club de fitness. "¿Puedo ayudarles?" preguntó, con una voz que sonaba a aburrimiento burocrático. "Tu hermana está muerta," soltó Ventana, con la sutileza de quien tira una granada sin sacar el seguro. "¿Qué?" respondió él, parpadeando como si acabaran de cambiarle el guion a mitad de escena.
Ventana alzó los ojos al cielo, como si "qué" no estuviera en su lista mental de respuestas aceptables —una lista que probablemente incluía gritos, llantos o al menos un "¡maldita sea, DSGI!"—. Llama, a su lado, entrelazaba los dedos en el regazo, los nudillos blancos de tensión porque la puerta estaba abierta a un ángulo de 16 grados en lugar de los 15 perfectos que su mente exigía. Esperaba la más mínima señal de Ventana para patearla y darle una lección de geometría al mundo, empezando por este tipo. "Tu hermana, Nekozaki Yonaka, ha muerto," repitió Ventana, más despacio, como si explicara a un niño que el gato no vuelve del veterinario. "En el trabajo, un infarto." Shinya frunció el ceño, procesando las palabras con la velocidad de un procesador de los 90. "¿Y? ¿Tengo que ir a reconocer su cuerpo o algo?" dijo, y Ventana supo que su siguiente pregunta sería si DSGI le pagaba el tren, porque no tenía ni idea de dónde trabajaba su hermana, pero seguro que era lejos. El dinero le preocupaba más que las dos mujeres frente a él, que no parecían precisamente mensajeras de una empresa respetable —una con manchas de comida en la bata, la otra con pinta de no haber dormido desde el siglo pasado—.
"¿No vas a llorar?" preguntó Ventana, con la inocencia de alguien que entiende las emociones familiares tan bien como un pez entiende el ciclismo. Las familias disfuncionales eran un misterio para ella, y las funcionales aún más. Esa pregunta arrancó a Shinya de su indiferencia monetaria, y sus ojos se estrecharon como si acabara de recordar que no estaba obligado a responder a dos desconocidas en su puerta. Chasqueó la lengua, un sonido que decía "hasta aquí llegamos", y empezó a cerrar la puerta con la calma de quien despide a un vendedor de enciclopedias. Ventana giró la cabeza hacia Llama, que seguía tiesa como un maniquí con un resorte a punto de saltar. "Te toca," dijo, con la resignación de quien sabe que la diplomacia no es su fuerte y que, de todos modos, nunca lo ha sido.
Llama no esperó una segunda invitación. Con un gruñido que podría haber derribado un árbol, dio una patada a la puerta que partió la cadena como si fuera un hilo de azúcar y tiró a Shinya de espaldas al suelo con un golpe seco. Entró sin pedir permiso, lo giró como quien voltea un pancake mal cocido, y clavó una rodilla en su espalda mientras la otra atrapaba su brazo izquierdo. Sus manos agarraron el brazo derecho y lo estiraron como si quisiera comprobar cuánto daba de sí antes de romperse. Shinya gritó, o lo intentó, porque Llama apretó más fuerte, robándole el aire de los pulmones como una prensa hidráulica con mal carácter. Ventana alzó las cejas, arrastrando los pies al entrar, y se preguntó dónde demonios había aprendido Llama ese truco —probablemente en una de esas noches de anestesia y sueños donde desmontaba pesadillas como si fueran muebles de IKEA—.
Ventana pasó al lado, las botas chirriando contra un suelo que no había visto una fregona en meses, y se acuclilló frente a la cara de Shinya. Su expresión era una mezcla de rabia y dolor, con un toque de "os voy a demandar" que no llegaba a cuajar por el peso de Llama encima. "No te esfuerces," dijo Ventana, "vivo en un departamento así y sé que a los vecinos tu vida no les importa lo suficiente como para venir a ver qué pasa." Hizo una pausa, mirando su mueca como quien estudia un cuadro abstracto y no sabe si colgarlo o quemarlo. "Déjame repetir la pregunta con otro enfoque: ¿por qué no vas a llorar a tu hermana?" Shinya gruñó, un sonido que salió más como un jadeo. "¿Qué te importa?" Ventana puso los ojos en blanco con la gracia de una actriz cansada de repetir la misma línea. "La chica sobre ti, literalmente, puede matarte en tres movimientos," dijo, y miró a Llama, que sonrió como si quisiera corregirla a dos. "Solo es una pregunta, respóndela, no vas a volver a verme en tu vida."
Tras dos segundos en los que Llama aplicó más presión —un crujido sutil en el hombro de Shinya sugirió que no estaba bromeando—, él cedió. "La odiaba, ¿está bien?" gritó, o lo intentó, porque su voz se quebró como una rama seca. "Era una estúpida egocéntrica obsesionada conmigo y criada con los peores gustos que los mangas +18 podían ofrecer. Recuerdo cuando me tiró unas bragas usadas a la cara para ver si me manoseaba con ellas, ¡qué puto asco! Escapó de casa y no me importó antes y no me importa ahora." Ventana parpadeó, procesando las palabras como quien resuelve un rompecabezas y encuentra que las piezas encajan, pero el dibujo es un desastre. Pensó en lo que sabía de Mun, en sus sueños llenos de delirios fetichistas, en esa Catte-to que era un eco retorcido de sus obsesiones, y todo cuadró como una ecuación escrita con sangre. "Tiene sentido," dijo, "pero alguien tiene que llorarla, y puesto que tus padres están demasiado lejos…" Miró a Llama, un brillo raro en los ojos. "Haz que llore."
Llama sonrió como si le acabaran de prometer un viaje a Disneyland con entrada VIP a la casa del terror. Tiró del brazo de Shinya con un movimiento preciso y brutal, sacándole el hombro con un "crack" que resonó como un disparo en una iglesia vacía. Lo soltó, y él cayó al suelo llorando, un llanto que era más dolor que pena, pero que cumplía el requisito técnico. Ventana sacó un par de fajos de billetes arrugados del bolsillo —dinero que olía a jugo de uva y desesperación— y se los tiró a la cara como quien da propina a un mal servicio. "Págate un buen hospital," dijo, y ella y Llama se dieron la vuelta para bajar las escaleras, dejando atrás un apartamento que ya olía a problemas legales y analgésicos. Sí, le había dado dinero para un hospital, pero con dos días de apuñalar pesadillas recuperaría eso y algo más para su salud mental, o lo que quedaba de ella.
El regreso en tren fue largo y aburrido, un traqueteo monótono que parecía diseñado para hacerte cuestionar tus decisiones de vida. Pero entre Ventana y Llama hubo una conversación —una de verdad, no solo gruñidos y amenazas— sobre cómo Llama había aprendido a romper huesos con tanta gracia, un relato que involucraba un maniquí, una noche sin dormir y un sueño particularmente violento. Varias personas en el vagón se alejaron disimuladamente, buscando asientos más seguros o al menos menos cerca de dos mujeres que parecían discutir técnicas de tortura como quien habla del clima. No era amistad, no del todo, pero se le acercaba, como dos locos jugando al ajedrez en un tablero de mahjong, moviendo piezas que no entendían del todo pero que al menos mantenían el juego en marcha.
Fin de la segunda parte.
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