Notas quijotanas

 


Notas sobre Cervantes en prisión.

Los primeros apuntes biográficos sobre Cervantes incluyeron especulaciones y fantasías, basadas, en los casos más sólidos, en tradiciones locales, sobre la estancia y actividades de Cervantes en determinados pueblos. Alguna de ellas aseguraba que Cervantes estuvo encarcelado en determinada localidad por irregularidades cometidas cuando fue comisario de abastecimiento para la Armada o recaudador de impuestos. Y, en algún caso, como el de Argamasilla, el encierro debió ser lo suficientemente largo como para que pudiera escribirse allí el Quijote. Sería, la de Argamasilla, la cárcel a la que se refiere el escritor en el prólogo a su obra maestra.

Vicente de los Ríos recogió esa tradición, sin ningún documento que la amparase, en su ya analizada Vida de Miguel de Cervantes Saavedra, publicada al frente de la edición de 1780 del Quijote a cargo de la Real Academia Española.

El mencionado biógrafo recoge la siguiente información, que sitúa al final del siglo xvı (1599):

Una de las más esenciales es la de haber estado de asiento en la Mancha a su vuelta de Sevilla, porque a esta casualidad se debe la ingeniosa fábula de Don Quixote, que proyectó y escribió en aquella provincia. Había vivido en ella, y observado puntualmente sus particularidades, como las lagunas de Ruidera y cueva de Montesinos, la situación de los Batanes, Puerto Lápice y demás parajes que hizo después teatro de las aventuras de don Quixote, cuando de resultas de una comisión que tenía, le capitularon, maltrataron y pusieron en la cárcel los vecinos del Lugar donde estaba comisionado. En medio del abandono, e incomodidad de esta triste institución, compuso sin otro auxilio que el de su maravilloso ingenio esta discreta fábula, cuya difícil ejecución, que pide mucho espacio, madura reflexión y continuado trabajo, manifiesta que permaneció largo tiempo en la prisión. El Lugar donde aconteció a Cervantes este suceso fue la Argamasilla, que por esto fingió haber sido patria de don Quixote, y no quiso nombrar por moderación, o por enojo en el principio de su fábula, en el cual se desquitó del mal hospedaje de los Manchegos, haciendo inmortal su nombre, y fijando para siempre su memoria en la de la posteridad.

Este fue el origen de la primera parte del Quixote, que se imprimió en Madrid en el año de 1605, dirigida al duque de Béjar, cuya protección solicitó Cervantes en la dedicatoria que le hizo, y en aquellos discretos versos que puso al frente de esta obra en nombre de Urganda la desconocida

Martín Fernández Navarrete recoge también, en su documentada biografía, la versión del encarcelamiento en Argamasilla en términos parecidos a los de Ríos: el escritor había sido «comisionado para ejecutar a los vecinos morosos... a que pagaran los diezmos que debían a la dignidad del gran priorato de San Juan», y los requeridos se levantaron contra él.

Lo atropellaron y lo pusieron en la cárcel.

La fábula tardó muchos años en ser aclarada. Tan atractivo resultaba pensar que Cervantes había estado encerrado en una lóbrega cueva y que en ella había escrito su obra magna que el editor Rivadeneyra tuvo la ocurrencia de instalar todos los aperos de imprenta en la cueva de Medrano (así era y es conocido el lugar) de Argamasilla para editar allí un Quijote con el asesoramiento del formidable experto que fue don Juan Eugenio Hartzenbusch. Ocurrió hacia 1862; la edición es de 1863. En aquel año había adquirido la casa, por su fuerte valor simbólico, un culto aristócrata: don Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza, infante de Portugal y Brasil y, desde 1824, también de España por concesión real.

Hartzenbusch describió el lugar:

Pásase del patio, cruzando el corredor, a un sótano, dividido en dos pisos: al primero comunica luz, aunque poca, un agujero que da al soportal del corredor y parece abierto modernamente; recíbela también por el vano de la parte superior de la puerta, que tiene unos palos verticalmente puestos como hierros de verja: el piso inferior goza de menos luz, porque se la permite esca-sísima una ventanilla o respiradero que da a la calle y descansa en la línea del suelo. Dícese que estuvo Cervantes arriba: casi a oscuras hubo de hallarse, ya le tuvieran preso en lo menos hondo, ya en lo más profundo de la cueva. Bajo aquella bóveda, que se alza dos metros sobre menos de tres de anchura y cuya longitud se acorta en parte con la escalera de descenso al piso más bajo; en aquel tenebroso encierro, en aquel angustioso cofre de cal y canto, concibió la fecunda mente de Cervantes la idea vastísima, triste alguna vez, regocijada casi siempre, de su Don Quijote.

En ese lugar se hicieron dos ediciones del Quijote, una «grande» y otra «chica», como había llamado informalmente la RAE, por sus formatos en folio y en octavo, a las suyas de 1780 y 1782. Las de Argamasilla son de 1863 y al frente del primer volumen en octavo se lee:

El texto de esta edición se ha impreso en Argamasilla de Alba, en la misma casa donde, según es fama, estuvo preso Miguel de Cervantes. Con este motivo se llevó allá un material completo de imprenta. El local no es el más a propósito para sacar una impresión exenta de defectos; parte del día se ha trabajado con luz artificial: se ha hecho lo que se ha podido. Se dio principio a la edición el 23 de octubre de 1862, según consta por el acta del mismo dia. ante dignos individuos de aquel Ayuntamiento... Se concluyó la tirada del último pliego el 8 de febrero de 1863.

Firma el editor, que fue, como ya he dicho, Manuel Rivadeneyra. La versión «grande» se terminó el 9 de mayo.

La leyenda de Argamasilla reapareció muchas veces en la literatura del siglo XIX, pero la posibilidad de que se correspondiera con acontecimientos reales se fue desvaneciendo a medida que aumentaba la documenta-ción que permitía seguir los pasos de Cervantes, que demostraba, por una parte, que permaneció en Andalucía hasta el final del siglo xvı y, por otra, que las dos únicas cárceles, en ese período, en que estuvo Cervantes fue-ron las de Castro del Río y Sevilla.

La segunda leyenda que acogen desde el principio los biógrafos de Cervantes es la del Buscapié. Alude a una obrita que habría escrito Cervantes para estimular la lectura del Quijote, utilizando como reclamo lo que unos pocos sospecharon, a saber: que bajo la capa de una obra burlesca que arremetía contra los libros de caballerías, se escondía, en verdad, una sátira feroz contra algunos personajes importantes de la historia de España, empezando por Carlos V y terminando con el duque de Lerma, el gran valido de Felipe III.

Todos los comentaristas iniciales de la obra maestra aludieron a esta interpretación y la rechazaron. Consideraron, por un lado, que Cervantes era en extremo leal a la monarquía y sus principales agentes; por otro, que eran los libros de caballerías el objetivo de las invectivas, siguiendo una tradición crítica que tenía antecedentes en Juan de Valdés, Luis Vives Jerónimo de Zurita, y, en fin, que el mismo autor había declarado en sus obras su total lejanía de la sátira, que era un género que nunca había deseado practicar.

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Fragmento sobre Avellaneda.

Habían pasado casi diez años desde la publicación de la primera parte del Quijote cervantino cuando el autor se encontró con la sorpresa de ver edita-do el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha escri-to por un desconocido llamado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de Tordesillas. La obra se edita en Tarragona en 1614, y Cervantes no la lee hasta el verano de ese año, 135 cuando estaba escribiendo su propia continua-ción y andaba por el capítulo LIX de la novela. El alcalaíno acusa el impaс-to justamente en ese momento y escribe sobre el apócrifo a partir de ese capítulo, haciendo reaccionar contra la agresión a don Quijote y Sancho, en una alarde de técnica novelística y de inteligencia formidables. Don Quijo-te conoce casualmente la existencia de la «segunda parte» porque escucha a dos huéspedes de una venta que lo están leyendo en voz alta. Al oír su nombre se sobresalta y pide que le dejen hojear el libro. Lo hace rápidamen-te y expresa una opinión negativa. Cuando se le ofrece por segunda vez en el mismo capítulo, para que siga leyendo, contesta que «él lo daba por leído y lo confirmaba por todo necio, y que no quería, si acaso llegase a noticia de su autor que le había tenido en sus manos, se alegrase por pensar que le había leído, pues de las cosas obscenas y torpes los pensamientos se han de apartar, cuanto más los ojos». Más adelante, en el capítulo LXII, pasa por una imprenta donde, entre otros libros, se está corrigiendo uno que se denomina Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, del que don Quijote dice tener noticia, «y en mi conciencia pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llega a la verdad o a la semejanza della, y las verdades tanto son mejores cuanto son más verdaderas». Y en el último capitulo. párrafo último del libro, ya muerto don Quijote, incluye ese precioso ale. gato de Cide Hamete, cuya transmisión encomienda a su péñola (pluma)


Para mi sola nació don Quijote y yo para él; el supo obrar y yo escribir, solos los dos el uno para el otro, a despecho y pesar del escritor finjido y tordesi. llesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros, ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote...


El intruso hizo a Cervantes cambiar el plan de viaje que había trazado para sus criaturas, que no pasarían por Zaragoza como en principio tenía previsto, para participar en unas justas, sino que encaminarían sus pasos hacia Barcelona, donde, finalmente, el caballero andante es derrotado e inicia el camino de retorno a su aldea.


La sorpresiva Segunda parte suponía una agresión descomunal y una falta de respeto total a Cervantes, urdida y realizada con constancia, porque implica una dedicación de muchos meses. Presupone una animadversión bien enraizada, en cuanto que necesitaba un desahogo continuado e inten-so. Bien es verdad que no era la primera vez en la historia de nuestra litera-tura que un autor seguía un relato inventado y contado por otro. Para aliviar las críticas, Avellaneda recuerda en el prólogo que forma parte de una cier-ta tradición, que arranca de los poemas de Boyardo y Ariosto, de La Arca-dia de Sannazaro, la Diana de Montemayor, o la Celestina, obras todas que habían tenido continuación por manos ajenas a las del primitivo autor. Además, la práctica de la copia y de la imitación tenían entonces una eva-luación distinta de la actual. Pero los ejemplos que exhibía Avellaneda no podían ser coartadas para su hurto. No eran supuestos iguales porque él estropeó los personajes, los transformó dándoles un carácter adulterado que perjudicaba la creación original, que era propiedad literaria de Cervantes. Habían aparecido imitaciones del Quijote antes de 1614, pero se había respetado la composición de los personajes.

También se diferenciaba la novela avellanedesca de cualquier supues-to de imitación anterior, porque la obra se concibió como un ataque per-sonal al autor del Quijote. Había sido escrita para poner en cuestión la singularidad y el valor de la creación cervantina, afectar a su difusión y reducir el éxito que había tenido desde que se editó en 1605.


Este ánimo dañino se declara y amplifica con voluntad añadida de inju-riar en el prólogo que el autor «tordesillesco» pone al frente de su Quijote:


Como casi es comedia toda la historia de don Quijote de la Mancha, no pue-de ni debe ir sin prólogo, y, así, sale al principio de esta segunda parte de sus hazañas, este, menos cacareado y agresor de sus letores que el que a su pri-mera parte puso Miguel de Cervantes Saavedra, y más humilde que el que segundo en sus Novelas, más satíricas que ejemplares, si bien no poco inge-niosas. No le parecerán a él lo que son las razones de esta historia, que se prosigue con la autoridad que él la comenzó y con la copia de fieles relacio-nes que a su mano llegaron; y digo mano, pues confiesa de sí que tiene una sola. Y hablando tanto de todos, hemos de decir de él que, como soldado tan viejo en años cuanto mozo en bríos, tiene más lengua que manos; pero qué-jese de mi trabajo por la ganancia que le quito de su segunda parte, pues no podrá, por lo menos, dejar de confesar tenemos ambos un fin, que es deste-rrar la perniciosa lición de los vanos libros de caballerías, tan ordinaria en gente rústica y ociosa; si bien en los medios diferenciamos, pues él tomó por tales el ofender: a mí y, particularmente, a quien tan justamente celebran las naciones más extranjeras y la nuestra debe tanto, por haber entretenido ho-nestísima y fecundamente tantos años los teatros de España con estupendas e innumerables comedias, con el rigor del arte que pide el mundo y con la seguridad y limpieza que de un ministro del Santo Oficio se debe esperar.


Sólo digo que nadie se espante de que salga de diferente autor esta segunda parte, pues no es nuevo el proseguir una historia diferentes sujetos. ¿Cuántos han hablado de los amores de Angélica y de sus sucesos? Las Ar-cadias, diferentes las han escrito; la Diana no es toda de una mano. Y pues Miguel de Cervantes es ya de viejo como el castillo de San Cervantes y, por los años, tan mal contentadizo que todo y todos le enfadan, y por ello está tan falto de amigos que, cuando quisiera adornar sus libros con sonetos campa-nudos, había de ahijarlos-como él dice- al preste Juan de las Indias o al ofendiera de que tomara su nombre en la boca, con permitir tantos vayan los emperador de Trapisonda, por no hallar título quizá en España que no se suyos en los principios de los libros del autor de quien murmura-¡y plegue a Dios aun deje, ahora, que se ha acogido a la iglesia y sagrado!, conténse con su Galatea y comedias en prosa, que esos son las más de sus nove las; no nos canse. 136


Ya he transcrito parte de la moderada y asombrosa réplica de Cervan-tes en el prólogo a la segunda parte del Quijote, donde rechaza que la agresión la hubiera provocado él por su malquerencia con Lope de Vega Toda su valoración de los insultos y amenazas revela una templanza solo concebible en quien está dotado de una bondad inhumana o se siente muy superior al agresor y está convencido de que su obra ha alcanzado una gloria de la que no podrá ser removida, ni por el intruso ni por nadie. Ya habitaba en lo más alto del Parnaso, encumbrada por los lectores que ha bían mostrado su entusiasmo en todo el mundo.


¡Válame Dios, y con cuánta gana debes de estar esperando ahora, lector ilustre o quier plebeyo, este prólogo, creyendo hallar en él venganzas, riñas y vituperios del autor del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona! Pues en verdad que no te he de dar este contento, que, puesto que los agravios despiertan la cólera en los más humildes pechos, en el mío ha de padecer excepción esta regla. Qui-sieras tú que lo diera del asno, del mentecato y del atrevido, pero no me pasa por el pensamiento: castíguele su pecado, con su pan se lo coma y allá se lo haya. Lo que no he podido dejar de sentir es que me note de viejo y de man-co, como si hubiera sido en mi mano haber detenido el tiempo, que no pa-sase por mí, o si mi manquedad hubiera nacido en alguna taberna, sino en la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes ni esperan ver los venideros. Si mis heridas no resplandecen en los ojos de quien las mira, son estimadas a lo menos en la estimación de los que saben dónde se cobra-ron: que el soldado más bien parece muerto en la batalla que libre en la fuga, y es esto en mi manera, que ahora me propusieran y facilitaran un imposible, quisiera antes haberme hallado en aquella facción prodigiosa que sano ahora de mis heridas sin haberme hallado en ella. Las que el soldado muestra en el rostro y en los pechos, estrellas son que guían a los demás al cielo de la hon-ra, y al de desear la justa alabanza; y hase de advertir que no se escribe con las canas, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años.

Sigue la contestación a la acusación de envidia a Lope de Vega que ya he recogido en el apartado anterior.

La paradoja de la invectiva de Avellaneda es grande porque su autor revela, al mismo tiempo, un odio profundo contra Cervantes y un enamoramiento perdido por su obra. El Quijote apócrifo está hecho para dañar al autor del auténtico, pero el conocimiento y utilización profusa de la nove-la máxima del genio alcalaíno suponen una disociación entre autor y obra. Se ensalza esta y aquel es objeto de críticas o de desconsideraciones. Las perplejidades restantes que suscitó el autor de Tordesillas, su identidad, la calidad de su obra y la competencia que efectivamente hizo al Quijote original han sido objeto de innumerables debates, de los que

solo resumiré algún dato. Además de en el prólogo, las asperezas y los malos modos contra Cervantes aparecen en diferentes lugares de la obra, muy especialmente en el capítulo final, aunque sea de modo disimulado. Don Quijote llega a la Casa del Nuncio, el antiguo manicomio de Toledo, y habla con un loco que se considera la suma de todas las perfecciones:

... en profesión soy teólogo; en órdenes, sacerdote; en filosofia, Aristóteles; en medicina, Galeno; en cánones, Ezpilicueta; en astrología, Ptolomeo; en leyes, Curcio; en retórica, Tulio, en poesía, Homero; en música, Enfión. Fi-nalmente, en sangre, noble; en valor, único; en amores, raro; en armas, sin segundo, y en todo, el primero.

Monique Joly identificó al loco toledano, semejante al canónigo, toledano también y aficionado a los Amadises, como un ataque anticer-vantino.

Cervantes no se preocupó de buscar quién fuese su enemigo escondido tras Avellaneda. Si lo averiguó, no lo dijo. La mayoría de los críticos opina que Cervantes murió sin saberlo. Lo que comenta en el Quijote respecto de Avellaneda es muy poco concluyente: que el lenguaje es ara-gonés y que era «su autor aragonés», dice en el capítulo LIX, y repite en el LXI y en el LXX. En el capítulo LXXIIII habla del «escritor fingido y tordesillesco». Y en el prólogo, «dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona».

Muchos de los estudios que se han dedicado al Quijote apócrifo se han dirigido directamente a la averiguación de quién se escondió detrás del nombre de Avellaneda. Don Quijote había dicho, como he señalado, en el capitulo LIX de la parte segunda, que «el lenguaje es aragonés, porque tal vez escribe sin artículos». Algunos críticos han interpretado que, con ara-gonés, quería decir que utilizaba impropiamente la lengua, no que fuera de Aragón, o también que el estilo era duro. Pero algunos no dudaron en considerar a pies juntillas el aragonesismo regional del escritor oculto.

Aproximaciones derivadas de la escritura, para identificar al apócrifo, se han hecho muchas. La más completa ha sido por muchos años la de Martín de Riquer publicada en el estudio introductorio a la edición del Quijote de Avellaneda. 

Hipótesis sobre quién podría ser Avellaneda se han sostenido las más variadas. Gómez Canseco ha preparado un cuadro sinóptico muy ilustrati vo que recoge los candidatos casándolos con los estudiosos que se han inclinado por ellos, en su introducción a la edición de la Real Academia Española. Una de las más apoyadas es la que atribuye la autoría a fray Luis de Aliaga, confesor del rey Felipe III, propuesto inicialmente por Nicolás Fernández Navarrete; pero también se ha asignado a Lupercio Leonardo de Argensola o a Bartolomé Leonardo de Argensola; a fray Juan Blanco de Paz; a Guillén de Castro; a Luis Fernández de Córdoba y Aragón, duque de Sessa; a Alonso Fernández Zapata; a fray Luis de Granada; a Alonso de Ledesma; a Alonso Pérez Montalbán; a Jerónimo de Pasamonte; a Fran-cisco de Quevedo; a Jerónimo Alonso de Salas Barbadillo; a Cristóbal Suárez de Figueroa; a Tirso de Molina; o a Lope de Vega y Carpio.

Gregorio Mayans creyó que era un personaje muy asentado en la corte y poderoso; el jesuita Pedro Munilla consideró que se trataba de un eclesiástico; Juan Antonio Pellicer concretó que era dominico, y Vicen-te de los Ríos, un poeta dramático enemigo de Cervantes.

Juan Agustín Ceán propuso a Juan Blanco de Paz, dominico y delator de una de las fugas de Cervantes en Argel. Diego Clemencín apoyó lo de la orden dominicana. Adolfo de Castro en 1846, Hartzenbusch en 1862, Cayetano Alberto de la Barrera en 1863 y Aureliano Fernán-dez Guerra en 1864 se inclinaron por la candidatura del padre Aliaga. Germond de Lavigne propuso a Bartolomé Leonardo de Argensola. Ni-colás Díaz de Benjumea se inclinó primero por Juan Blanco de Paz, aunque más tarde cambió de criterio. Adolfo de Castro apuntó a Juan Ruiz de Alarcón. Y Ramón León Máinez sostuvo que había sido Lope de Vega. Los nombres siguieron bailando en los años finales del xix y primeros del xx, en una relación inacabable.

Joaquín de Entrambasaguasisi apoyo, al menos, la participación de Lope. Martín de Riquer se inclinó por Jerónimo de Pasamonte desde 1972, cuando edita el Quijote de Avellaneda. Han sido varios los auto-res que han atribuido el seudónimo a Pasamonte: Alonso Martín Jiménez, Helena Percas de Ponseti y Juan Antonio Frago.

José Luis Pérez López ha señalado a algunos devotos de Lope como sospechosos, y una dirección semejante han mantenido otros autores.

Enrique Suárez Figaredo 156 ha hecho una aproximación al asunto bas-tante minuciosa para concluir que el autor tuvo que ver con la corte de escritores que acompañó al conde de Lemos a Nápoles, y que Cervantes no leyó el libro hasta el verano de 1614. Javier Blasco 157 estableció que el autor del Quijote y el de La picara Justina eran el mismo, es decir, fray Baltasar Navarrete, de la orden de Santo Domingo. Las pruebas que adu-10 las avaló Rosa Navarro. Y Javier Blasco publicó en 2007 una edición del falso Quijote a nombre del mencionado dominico 158

Qué participación tuviera Lope de Vega en la redacción del apócrifo v cual fuese su relación con Avellaneda son cuestiones que no han encon-trado respuestas concluyentes. Muchos estudiosos han dudado de esa par-ticipación, como Enrique Suárez Figaredo, 159 Alfredo Rodríguez López-Vázquez, Milagros Rodríguez Cáceres 160 o Felipe Pedraza. Cierto que Avellaneda proclama, en el prólogo, ser defensor de Lope, elogiando su obra y justificando su fama. Cita a Lope cuatro veces a lo largo de la obra. Un simple examen del texto permite establecer paralelismos entre la es-critura de Avellaneda y la de Lope. Entre otros, la insistencia en la falta de amigos de Cervantes y su fracaso en la obtención de poemas laudato-rios para el Quijote. La afición por Ariosto y Boyardo, que es muy insis-tente en Lope. Las referencias a la devoción del rosario, muy apoyada también por Lope y Avellaneda. Es común la admiración de Lope y Ave-llaneda por casas nobles como la de Alba y Sandoval, que se elogian tanto en el Quijote apócrifo como en La Arcadia o La hermosura de An-gélica. Hay muchos datos que permiten sustentar que Lope estuvo cerca-no a la composición del falso Quijote.

Gómez Canseco, uno de los más importantes conocedores del apócrifo y sus circunstancias, ha sostenido que Lope hubo de estar al tanto del proceso de redacción e impresión de la Se-gunda parte cervantina, y lo mismo puede decirse de un Avellaneda que a buen seguro andaba por la corte y que se adelantó por la mano en la publica-ción de su Quijote apócrifo. Es casi impensable que, en los pequeños menti-deros de las letras, Cervantes descartara cualquier vínculo de Lope con el ataque avellanedesco.


Cervantes apreció enseguida las marcadas diferencias entre los perso-najes de su Quijote y el de Avellaneda. El Quijote queda, en este último, reducido a la mera condición de loco, y Sancho, según lo explica él mis-mo en la parte segunda del capítulo LIX, es otro Sancho: «Créanme vuesas mercedes que el Sancho y el Quijote de esa historia deben ser otros que los que andan en aquella que compuso Cide Hamete Benengueli, que somos nosotros, mi amo, valiente, discreto y enamorado, y yo, simple gracioso, y no comedor ni borracho».


Las críticas a Avellaneda fueron una constante del cervantismo desde que el apócrifo se publicó. Ya en 1621 un anónimo incluyó el libro entre la «infame mercaduría». Poco tiempo después, Tomás Tamayo de Vargas aludía en la Junta de libros de 1624161 a Alonso Fernández de Avellaneda para imputarle que «sacó con desigual gracia de la Primera la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha». Nicolás Anto-nio162 anotó su falta de ingenio para continuar el Quijote.


No obstante, algunos editores y críticos quisieron impulsar una re-montada del Quijote de Avellaneda, incluso poniéndolo por encima del auténtico. El movimiento empezó en Francia, muy al inicio del siglo xvi, pero enseguida se produjo la adhesión de algunos críticos españoles que, para mayor asombro, llegaron a ser miembros de la Real Academia.


En 1704, se editó la traducción francesa de Alain-René Lesage, bajo el título Nouvelles aventures de l'admirable Don Quichotte de la Man-che, 163 de la que se hizo una reseña en el Journal des Savants. 164 Estos textos reclamaban la calidad del libro de Avellaneda frente a Cervantes. Tal superioridad la afirmó también el bibliotecario real Antonio de Nasa-rre, que escribió bajo el seudónimo de Isidro Perales y Torres. Y la apoyó Agustín de Montiano. Nasarre hizo la primera reedición del apócrifo, que publicó en 1732. La aprobación la firmó Montiano. 165 En el prólogo pue-de leerse esta valoración:


No me sucedió así, ni creo que ningún hombre juicioso sentenciará a favor de lo que Cervantes alega, si forma el cotejo de las dos segundas partes; porque las aventuras de este Don Quijote son muy naturales, y que guardan la rigu-rosa regla de la verosimilitud: su carácter, el mismo que se nos propone desde su primera salida, tal vez menos extremado, y por eso más parecido. Y en cuanto a Sancho, ¿quién negará que está en el de Avellaneda más propiamen-te imitada la rusticidad graciosa del aldeano? En el de Cervantes no me pare-ce fácil de conciliar la suma simpleza que descubre algunas veces, con la delicada picardía que usa en otras, y la particular discreción que manifiesta en muchas, a menos que no digamos que habla y obra Sancho de cuando en cuando como el autor, en lugar de obrar y hablar éste siempre como Sancho. Bien al contrario sucede en el de Avellaneda, pues no desmaya jamás las muestras que da de sí al principio, ni se adelanta a acciones, dichos o discurir que no obligan a desconocerle. No es frío y sin gracejo como Cervantes quiere, sus sales tiene no poco gustosas y creo que en esta parte aseguro el enojo, lo que sin duda borraría su conocimiento, a haber escrito sin la preven-ción de su ofensa, y sin los crecidos aplausos que mereció a nuestra nación y a las extranjeras, pero pocos saben contenerse irritados, y menos favorecidos. con que no es de extrañar se alucinase el clarísimo entendimiento de Cervan-tes, en un asunto que imaginó contrario de todos modos a sus intereses.


En 1737, Mayans reformuló la crítica contra Avellaneda, y de paso contra sus dos apologistas académicos. Durante mucho tiempo se mantu-vo la opinión de Mayans, lo que sirvió para que la literatura de ensalza-miento de Cervantes cobrara vuelo. Al final, las duras críticas al de Tor-desillas se mantuvieron pero dentro de un orden que estableció una opinión de Menéndez Pelayo publicada en 1905, que asumirían todos los escrito-res posteriores: «Encuentro en la ingeniosa fábula de Avellaneda condi-ciones muy estimables, que le dan un buen lugar entre las novelas de se-gundo orden que en tan gran copia produjo el siglo XVII» 166


La indagación sobre el Quijote apócrifo de 1614 apunta algunas ra-zones más para responder al problema que estoy planteando en este са-pítulo, esto es, las causas de que Cervantes no recibiera, a su muerte, los recuerdos biográficos, honores y reconocimientos que, normalmente, acompañan a un escritor que sobresalió de forma tan extraordinaria por su obra. La creación y edición de aquel libro y todo el misterio que rodeó a su autoría reflejan, desde luego, que tuvo, al término de su vida, muchos enemigos relevantes, capaces de influir negativamente en cualquier iniciativa de ensalzamiento del escritor. Por otra parte, las investigacio-nes de muchos estudiosos desde que se publicó el libro de Avellaneda han ofrecido un abanico de posibilidades muy amplio sobre quién podía esconderse bajo ese seudónimo, conclusiones que, en corto, significan que, en su época, hubo muchos autores importantes que, por unas u otras razones, odiaban a Cervantes hasta el punto de haber podido firmar un libro como el comentado.




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